jueves, 11 de abril de 2024

Fortaleza Protectora Argentina: Los habitantes previos de Bahía Blanca

Los 190 De Bahía. DÉCADA DE 1820

¿Quiénes vivían aquí antes de que naciera Bahía Blanca?






Previo a la llega de Ramón Estomba, el sur bonaerense y el norte patagónico estaban habitados por pueblos originarios con una amplia vida sociocultural.  


Los notables hallazgos arqueológicos a muy pocos kilómetros de la ciudad balnearia de Monte Hermoso revelaron que los primeros grupos humanos que poblaron la zona aledaña a la bahía Blanca datan de 7.000 años. Los investigadores pudieron determinar que, ya en esos tiempos, dichos pobladores tenían un contacto fluido con los del centro bonaerense y los del norte patagónico.

Estas bandas pequeñas de cazadores nómadas recorrían grandes distancias a pie y su subsistencia se basaba en la cacería de la fauna regional y de la recolección de vegetales.


Los tehuelches

Algo así como 6.500 años después, en 1520, el navegante Fernando de Magallanes descubrió la bahía Blanca. No desembarcó, pero en mayo de ese año arribó a la actual bahía de San Julián. El relato del cronista Antonio Pigafetta, embarcado en la expedición, decía “… un hombre de figura gigantesca se presentó ante nosotros.(…) era tan grande que nuestra cabeza apenas llegaba a su cintura…”.
Magallanes los llamó Patagones, lo que dio nombre a toda la región: “Patagonia”. Más allá del mito fantasioso de los “Gigantes Patagónicos”, estas personas verdaderamente tenían gran fortaleza física y una altura promedio de 1,75 a 1,80 metros; era común que alcanzasen los 2 metros, muy por encima de la estatura promedio de los europeos de aquel entonces.
Conformaban un complejo étnico de un biotipo llamado “pámpido”, que ocupaba desde la Patagonia hasta el Sur de Santa Fe, Córdoba y San Luis. Sus parcialidades se diferenciaban por nombres y características distintivas; los del norte patagónico y la llanura pampeana, incluida el área bahiense, se denominaban así mismos Guenaken (o más precisamente Gúnün a künna).
Más tarde, en el siglo XVIII, los cronistas españoles recogieron en el ámbito bonaerense, para este mismo pueblo, los términos chehuelcho, tegüelcho, tuelche o chewül-che, que era la deformación en lengua araucana o mapuche del término “gente indómita” y, con el tiempo, se los llamó por el gentilicio de “Pampas”.
Cazaban guanacos, usaban arcos y flechas, boleadoras, lanzas cortas y cuchillos. Vestían sus capas de cuero (quillangos) y habitaban en toldos que desmontaban cuando se mudaban de un paraje a otro en sus muy largas travesías a pie.
Los españoles introdujeron en el territorio -desde la primera fundación de Buenos Aires, en 1536- caballos y vacunos, que tuvieron una multiplicación descomunal en el muy propicio hábitat de la llanura pampeana. Los tehuelches no tardaron en convertirse en jinetes excepcionales y su cultura en ecuestre.
Paralelamente, hacia 1670, empezaron a incursionar en el territorio cisandino los Aucas, aborígenes trasandinos que llegaban atraídos por el ganado cimarrón de la llanura; por supuesto generaron más hostilidades que intercambios con los tehuelches. En 1779, en el sudoeste bonaerense, los españoles fundaron sobre el Río Negro, el enclave de Nuestra Señora del Carmen de Patagones. Aún con fluctuaciones y picos de violencia, la relación con los tehuelches y el establecimiento fue relativamente buena.


Inmigrantes trasandinos

El éxodo de grandes contingentes trasandinos para asentarse en el actual territorio argentino, se registró recién en 1819, cuando ya las Provincias Unidas del Río de la Plata eran independientes de España y el Ejército Republicano Chileno libraba en el sur la llamada “Guerra a Muerte” para eliminar la resistencia de los seguidores del Rey.
Justamente los primeros en arribar a la llanura herbácea, escapando a la derrota y buscando dónde subsistir, fueron los voroga, extracción de etnia araucana (mapuche) alineada con el bando realista. Llegaron entre 6.000 y 7.000 personas, incluidos 2.000 guerreros. Pronto se enfrentaron por los recursos con las tribus Guenaken del espacio interserrano, Sierra de la Ventana y el Río Negro. Paulatinamente se ubicaron entre Guaminí y las Salinas Grandes.
Para mayor crispación en el territorio, luego de la anarquía de 1820, el nuevo gobernador bonaerense, Martín Rodríguez, intentó forzar un avance al sur de la frontera del río Salado. Sin entender la situación aborigen con el arribo de los trasandinos y, a contramano del consejo de estancieros bonaerenses como Ramos Mejía y Rosas de no atacar a los Tehuelches, Rodríguez propició tres campañas militares que exacerbaron la resistencia Guenaken. En su tercera expedición en 1824 falló el primer intento de fundar un establecimiento en la bahía Blanca.
En 1825, ante una inminente guerra con el imperio del Brasil, el gobierno de Juan Gregorio de Las Heras reinició las negociaciones de paz con los Pampas. Los caciques influyentes del centro y sur bonaerense y del norte patagónico se avinieron a concertar la paz, urgidos por encontrar la ayuda gubernamental para frenar el avance continuo de “indios chilenos” (como ellos les decían), e incluso autorizaron la instalación de tres nuevos Fuertes, uno en la bahía Blanca.
Mientras tanto el éxodo trasandino no se detenía. Entre 1826 y 1827, la banda de guerrilleros realistas de los hermanos Pincheira también llegaba a la región pampeana escapando del Ejército chileno. Se asentó en el paraje Chadileo, cercano a la desembocadura del río Salado en el Colorado, desde donde asolaron toda la región y especialmente masacraron a las agrupaciones pampas.
En persecución de los guerrilleros realistas pincheirinos, también arribaron desde Chile más de 1.000 aborígenes republicanos y 30 efectivos del Ejército chileno, liderados por el ilustre cacique Venancio Coñuepán. Este contingente se integró al Ejército Argentino y tuvo un accionar destacado bajo el mando del coronel Ramón Estomba durante la campaña fundadora de Bahía Blanca, en 1828.



Por: César Puliafito / Especial para "La Nueva."

martes, 9 de abril de 2024

Biografía: Tte. Coronel Leandro Ibáñez (Argentina)

Leandro Ibáñez




Tte. coronel Leandro Ibáñez

Fue uno de los jefes que sirvieron a Juan Manuel de Rosas en la campaña de 1829 contra el general Lavalle; en el carácter de comandante de milicias, Leandro Ibáñez mandó un escuadrón de caballería en el ataque y toma de la Guardia del Monte el 16 de marzo de 1829, acción de guerra en la que los defensores mandados por el sargento mayor Manuel Romero fueron masacrados.  Desde el Monte, los comandantes Ibáñez y Castro partieron para Chascomús, distante 17 leguas, por no haber querido acatar la autoridad del comandante Miguel Miranda, que había actuado como jefe en el ataque a la Guardia del Monte.  Por aquella razón, Ibáñez y Castro no se hallaron en el combate de las Vizcacheras, donde fue destruida la División del coronel Federico Rauch.

Participó en el resto de la campaña contra Lavalle, encontrándose en el combate del Puente de Márquez, el 26 de abril de 1829 y en el sitio de Buenos Aires.  Cuando el Gral. Lavalle se entrevistó con Rosas en Cañuelas, el 24 de junio, donde ajustó la Convención de aquel nombre, el comandante Ibáñez fue uno de los jefes de toda confianza del Restaurador que acompañó a Lavalle al cruzar una zona de 10 leguas por dentro de sus enemigos hasta llegar a su campamento, en la quinta de Ramos.

Leandro Ibáñez obtuvo despachos de capitán de caballería de línea el 21 de noviembre de 1829, pero con antigüedad del 1º de junio del mismo; y el 23 de marzo de 1830 los del grado de sargento mayor; empleo cuya efectividad se le concedió el 25 de noviembre del mismo año.  Con fecha 1º de junio de 1829 fue dado de alta en la Sub-Inspección de Campaña, en la que revistó hasta el 15 de febrero de 1833, en que fue agregado a la Plana Mayor del Ejército.

Se incorporó al gobernador Rosas cuando marchó a campaña en 1831, con motivo de la guerra entablada contra el “Supremo Poder Militar de las Nueve Provincias” encabezado por el general Paz.  Estuvo en campaña con Rosas desde enero a mayo de aquel año.

Tomó parte en la campaña al Río Colorado, en 1833, formando parte de la División Izquierda; al llegar a aquel curso de agua, el mayor Ibáñez fue destacado con una división al Sur del Río Negro, la que estaba compuesta por tropas mixtas de soldados regulares e indios auxiliares.  Ibáñez operó con éxito singular y Adolfo Saldías, describiendo las actividades de cada una de las divisiones despachadas por Rosas para cumplir objetivos determinados, dice refiriéndose a la de Ibáñez: “Por fin, la división del mayor Leandro Ibáñez operó con singular éxito en los territorios al Sur del Río Negro.  “Al mayor Ibáñez –escribíale Rosas a su amigo Terrero- lo he despachado hoy (12 de setiembre), con cincuenta cristianos y cien pampas con la orden de pasar al río Negro y correr el campo hasta cien leguas al Sur.  No hay por ahí más enemigos que el cacique Cayupán con algunos indios y muchas familias.  Si da con el rastro los seguirá aunque sea hasta Chile, porque lo mando bien montado.  Después de esto ya no queda en este campamento más que ciento cincuenta infantes, los artilleros y la gente que cuida las reses y caballos flacos que siempre mantengo invernando”.  Ibáñez penetró en la larga travesía que se extiende al Suroeste.  Después de algunos días de penosísimas marchas, llegó a las ignotas regiones del río Valchetas, el cual tiene su origen en una sierra al S. O. de la de San Antonio.  El 5 de octubre sorprendió la tribu del cacique Cayupán, quien jamás pudo imaginar que llegarían allá fuerzas de la División Izquierda.  Cayupán opuso tenaz resistencia, pero fue destruido y hecho prisionero con los guerreros que sobrevivieron y las familias que los acompañaban.  Después de concluir con los últimos indios que quedaban al Sur del Río Negro, y de dejar una inscripción con fecha 5 de octubre, cerca del río Valchetas,  Ibáñez regresó al cuartel general, donde fue felicitado por el acierto con que llevó a cabo su atrevida expedición”  (El parte de la expedición sobre el río Valchetas se publicó en “La Gaceta Mercantil” del 8 de noviembre de 1833.  Véase también la del 1º de noviembre).  Terminada la campaña, el mayor Ibáñez obtuvo el 31 de diciembre de 1833 su pasaporte para regresar a Buenos Aires.

Revistando en la Plana Mayor del Ejército, el 2 de agosto de 1834 fue promovido a teniente coronel, pero disfrutó muy poco de los halagos que le proporcionaron tan merecido ascenso, pues falleció el 11 de octubre del mismo año.

Fuente


  • Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
  • Portal www.revisionistas.com.ar
  • Saldías, Adolfo – Historia de la Confederación Argentina – Ed. El Ateneo, Buenos Aires (1951).
  • Yaben, Jacinto R. – Biografías argentinas y sudamericanas – Buenos Aires (1938)
  • Se permite la reproducción citando la fuente: www.revisionistas.com.ar

 

domingo, 7 de abril de 2024

Conquista del desierto: El imperio de las Pampas

El Imperio de las Pampas

La Voz de la Historia


El 4 de junio de 1873 un torrente humano se moviliza por el desierto en lentas y silenciosas columnas. Caciques, capitanejos, hechiceros y guerreros convergen sobre Chiloé, al oeste de Salinas Grandes, respondiendo al llamado del consejo tribal.
En el toldo principal Calfucurá, emperador de las pampas, agoniza. Junto a él su curandero recita monótonas plegarias y a su lado, algunas de sus esposas lloran. Repentinamente el anciano cacique alza la mano y su hijo, Namuncurá, que se encontraba a su lado, se inclina sobre él, aproximando su oído al hilo de voz que emanaba de su boca. “No entregar Caruhé al huinca”, le oyó decir, “No entregar Caruhé al huinca” y acto seguido, su padre expiró.
El desierto pareció temblar. El gran soberano que al frente de sus hordas había aterrorizado a las poblaciones cristianas por casi medio siglo, había muerto.


El señor de las pampas
Calfucurá fue un líder mapuche nacido en Llailma, territorio chileno, muy cerca de Pitrufquén. Hijo del cacique Huentecurá, uno de los tantos jefes indígenas que ayudaron a San Martín en su primer cruce de la cordillera (según algunas fuentes, combatió en Chacabuco), repasó las altas cumbres en 1830 para incorporarse como capitanejo a las fuerzas de Toriano, jefe indio que entre 1832 y 1833 se alió a Juan Manuel de Rosas y combatió a los araucanos.
Muerto Toriano y caída la federación, Calfucurá se independizó y conformó una poderosa coalición indígena que, al cabo de los años, se transformó en un verdadero imperio. Ese imperio se extendía desde la margen sur del río Salado, en la provincia de Buenos Aires, hasta la cordillera de Los Andes, abarcando gran parte de nuestro primer estado, la provincia de La Pampa, Río Negro, Neuquen, el sur de San Luis y el de Mendoza.
Señor indiscutido del desierto, Calfucurá masacró a los boroganos en Masallé (1834) y al cacique araucano Railef cuando regresaba a Chile con 100.000 cabezas de ganado robadas a los huincas, es decir, al hombre blanco.


La leyenda del guerrero y la princesa
Las tierras que hoy rodean el lago Epecuén eran conocidas desde tiempos remotos por la abundancia de sus pastos y la fertilidad de su suelo. Según la leyenda, en uno de los bosques que se extendían por la región, se produjo un terrible incendio que arrasó con casi todas sus especies. Fue entonces que un grupo de indios levuches que pasaba por el lugar, reparó en el llanto de un niño que venía desde las llamas y se acercó a ellas para ver de qué se trataba. Grande fue su sorpresa al encontrar a un pequeño que sollozaba abrasado por el calor.
Apiadándose de la criatura, los indios la recogieron y se la llevaron a su tribu para criarla como a uno más de la comunidad. Lo llamaron Epecuén, que significa “casi quemado” o “salvado por las llamas” y lo educaron como a un guerrero, enseñándole las artes de la lucha y la cacería.
Llegado a la mayoría de edad, Epecuén demostró ser un combatiente vigoroso, de buen porte y desarrollada musculatura, y fue durante una batalla contra los puelches enemigos que puso en evidencia todo su ardor, derrotando a su cacique y apoderándose de su hija, la bella princesa Tripantú, que en lengua aborigen quiere decir “Primavera”.
Conducida a la tribu levuche, la muchacha, cautivada por el atractivo físico de su captor, se enamoró perdidamente de él, sentimiento que fue correspondido por aquel. Fueron días felices en los que la pareja se amó con pasión pero finalizada la primera luna, el joven guerrero posó su interés en otras cautiva y poco a poco fue olvidando a la princesa puelche.
Desolada y angustiada, la muchacha se retiró fuera de la toldería para ahogar sus penas amargamente y fue tanto lo que lloró, que sus lágrimas formaron una gran lago salado que inundó la comarca, ahogando a Epecuén y todas sus doncellas. Ante la pérdida de su amado, Tripantú perdió la razón y a partir de ese momento, comenzó a vagar en torno al lago, delirando, riendo y llorando al mismo tiempo.
Ocurrió que una noche de luna llena, la desdichada princesa sintió una voz que la llamaba desde las aguas y al reconocer a Epecuén se introdujo en ellas y nunca más se la volvió a ver.


Carhué, capital de un imperio
El lago y sus alrededores se volvieron un lugar sagrado para los indios, quienes llevaban a pastar allí sus cabalgaduras y su ganado y darse baños terapéuticos ya que las salobres aguas de aquella réplica del Mar Muerto, tenían el poder de curar.
Varias naciones indígenas se establecieron en aquel punto fértil del país de Salinas Grandes, levantando sus toldos en torno al lago, desde el paraje conocido como Masallé, hasta donde hoy se halla la ciudad, construyendo toscos corrales para dedicarse al trueque de vacunos, equinos, productos de la caza, la pesca y la recolección, sus actividades básicas además del pillaje.

La llegada de Calfucurá en 1833, cambió todo.
El cacique concentró en su persona todo el poder, aniquiló a quienes no le rindieron obediencia y sojuzgó al resto, haciendo de Carhué la capital de su naciente imperio.
Desde allí gobernó con mano férrea a aquella suerte de confederación que había creado; desde ese punto condujo a sus guerreros para arrasar a las poblaciones blancas, arriar el ganado sustraído y castigar a las tribus díscolas; hasta allí debían dirigirse caciques y capitanejos sometidos, así como los emisarios del gobierno de Buenos Aires para parlamentar, y en ese lugar se realizaba el reparto del botín además de las ceremonias destinadas a honrar al gran dios Nguenechén, el ser supremo de la nación mapuche.
Veamos lo que dice al respecto el coronel Juan Carlos Walther en su libro La Conquista del Desierto, Tomo II, editado en Buenos Aires por el Círculo Militar, año 1948 (p. 170):

En este lugar (por Carhué), más tarde se levantó el fuerte General Belgrano, con asiento del comando de la división Carhué o Sur.

Se esperaba que los indios opusieran una enérgica resistencia a la ocupación de esta zona, dada la privilegiada situación y por haber sido la residencia tradicional de las tribus de Calfucurá, pero no fue así; por el contrario, establecieron sus toldos escondidos en los montes al oeste de la nueva frontera, situándose en Chiloé (Namuncurá) y en Guachatré (Catriel).


El Dr. Adolfo Alsina, ex vicepresidente de la Nación, por entonces Ministro de Guerra, confirma tales palabras en su arenga a las divisiones Sud y Costa Sud del Ejército en operaciones, el 23 de abril de 1876, luego de ocupada la zona, que comprendía también Guaminí, Arroyo Venado y Cochicó.

Sin penurias, sin peligros y sin avistar un solo enemigo, habéis tomado posesión, el día de hoy de Carhué, baluarte de la barbarie.


Respecto a la importancia que tenía Carhué para los pueblos indígenas, alega más adelante el coronel Walther:

En cuanto a Namuncurá, a principios de 1877 solicitó la paz, prometiendo no robar ni dejar a otras tribus siempre que el gobierno le pasara subsistencias necesarias para vivir. Más que nada exigía la devolución de Carhué, alegando que a su propiedad no podía renunciar “sin quebrantar un mandato de Calfucurá moribundo.


El azote del desierto
De esa manera, Calfucurá fue derrotando y sometiendo a las naciones vecinas, desde los levuches y los puelches hasta los picunches, huiliches y tehuelches echando los cimientos de una gran federación que se extendía hasta Los Andes y los límites patagónicos.
Para vengar a Toriano ahogó en sangre las tierras de Tandil. El 9 de septiembre de 1834 
emboscó a los boroganos en Masallé provocando una gran matanza entre ellos y matando personalmente a sus jefes, los caciques Rondeao y Melín, quienes habían asesinado a su señor.

Su poder se tornó ilimitado y de esa manera, después de sujetar las tolderías de Puán, Epecuén, Guaminí, Cochicó, Pigüé, Catriló, Tapalqué, Sierra de la Ventana, Chiloé y Lihuel Calel, lanzó sus terribles malones sobre las poblaciones cristianas, especialmente 25 de Mayo, Azul, Tandil, Olavarria, Junín, Melincué, Alvear, Bragado y la incipiente Bahía Blanca. Las dos defensas que el padre Francisco Bibolini realizó en la primera son consideradas milagros providenciales (ver “El heroísmo del padre Francisco Bibolini”).
En 1837 aniquiló una invasión araucana proveniente de Chile, aniquilando al cacique Railef y a 500 de sus guerreros. Su táctica resultó genial; los hizo seguir por sus vigías y cuando regresaban de un malón sobre Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba arriando 100.000 cabezas de ganado, los emboscó en Quentuco, sobre las márgenes del río Colorado y los lanceó a discreción, cortada su retirada por la vía de agua. Eso le permitió afianzar su autoridad y extender su dominio a tierras remotas como La Pampa, Río Negro y Chile, conformando un imperio de miles de kilómetros cuadrados en los que prácticamente no tuvo rivales.
De esa manera, el comercio de la sal del que se nutrían las poblaciones blancas quedó bajo su control, lo mismo las grandes extensiones en las que pastaban millares de vacunos y equinos.
En 1841 Calfucurá firmó un armisticio con Rosas y este le concedió el grado de coronel del Ejército Argentino además de una contribución anual de 1500 equinos, 500 cabezas de ganado y víveres, siempre a cambio de poder extraer sal.
El cacique supo administrar esos recursos, redistribuyéndolos equitativamente entre los caciques subordinados, incluyendo aquellos que moraban al otro lado de la cordillera. La alianza con los ranqueles y los tehuelches de Sayhueque, el rey del País de las Manzanas (Neuquén), así como los pactos que estableció con el araucano Quilapán, en territorio chileno y los puelches de los valles cordilleranos lo convirtieron en el soberano aborigen más poderoso de su tiempo. 
Tras la caía de Rosas, Calfucurá volvió a las andadas. El 4 de febrero de 1852 arrasó Bahía Blanca al frente de 5000 lanzas. El 13 de febrero de 1855 hizo lo propio en Azul, masacrando a 300 pobladores blancos y llevándose cautivas a 150 mujeres junto a miles de cabezas de ganado; el 31 de mayo destrozó al ejército del general Bartolomé Mitre en Sierra Chica; cuatro meses después enfrentó y dio muerte al coronel Nicolás Otamendi y al cabo de unos días saqueó Tapalqué, nuevamente Azul, Tandil, Junín, Melincué, Olavarría, Bragado, Alvear y la castigada Bahía Blanca. Sus regimientos comprendían ranqueles, pehuenches, araucanos, pampas y mapuches con quienes conformó una hueste de 6.000 guerreros montados, sin contar los que obedecían a los jefes confederados.
En 1870 llevó a cabo un nuevo malón sobre las indefensas poblaciones blancas, arrasando Tres Arroyos y Bahía Blanca y a comienzos de 1872 hizo lo propio sobre 25 de Mayo y las tribus tehuelches que se habían rebelado a su autoridad.
Calfucurá reinó sobre la pampa por espacio de cuarenta años. El 11 de marzo de 1872 fue derrotado en la batalla de San Carlos, cerca de Bolívar, después de declararle la guerra al gobierno argentino y arrasar una vez más 25 de Mayo, Alvear y 9 de Julio. Las fuerzas combinadas del general Ignacio Rivas y el cacique Catriel acabaron con las cuatro columnas en las que había dividido su ejército, luego de interpretarlas en la Rastrillada de los Chilenos, una extensa huella que conducía al país de Salinas Grandes.


Un nuevo emperador sube al trono
Muerto el soberano, el cónclave indígena designó a su hijo Namuncurá, que gobernaría el imperio hasta 1884. Sus malones, tan implacables como los de su padre, llevaron la muerte a Azul, Olavarría, 25 de Mayo, Pehuajó y otros puntos de la provincia de Buenos Aires, dejando a su paso cadáveres, poblaciones incendiadas y campos arrasados amén de centenares de cautivos y millares de cabezas de ganado.
Se dice que mientras tenía lugar el cónclave, otros dos hijos del cacique reclamaron el trono, Millaquecurá y Bernardo Namuncurá, pero el primogénito contaba con el apoyo de un cuarto hermano, Reumaycurá, quien aguardaba en las afueras de Chiloé al frente de una fuerza de 600 jinetes, listos para ser movilizados en caso de que su hermano lo necesitase.

Cacique Namuncurá

Parecía inevitable la guerra civil pero a último momento el consejo de ancianos, fuertemente influenciado por la princesa Callaycantu Curá, hija del difunto emperador y hermana de los pretendientes, declaró incapaz a Millaquecurá y confirmó a Namuncurá como sucesor.
Para entonces, Carhué ya no era la capital del imperio porque había caído en manos del ejército argentino junto a otras poblaciones como Puán, Guaminí, y las tolderías que se alzaban en Pigüé, Cochicó y Sierra de la Ventana. El nuevo epicentro del imperio pasó a Chiloé, en el extremo occidental de las Salinas Grandes, el lugar donde acababa de fallecer el gran soberano de las pampas.
“¡No entregar Carhué al huinca!” era el mandato y era imperativo cumplirlo. Había que recuperar el valle sagrado en torno al lago Epecuén y volver a hacer de ese punto la capital de la gran confederación.
Namuncurá mandó alistar sus regimientos y envió emisarios a sus vasallos para que hiciesen lo propio. Al igual que su padre, había nacido en la Araucania, al otro lado de los Andes, pero como aquel, odiaba a los mapuches tanto como a los hombres blancos y por esa razón debía tomar recaudos para cubrir sus espaldas.
Tras su “coronación”, todos los caciques le juraron obediencia y de ese modo se lanzó al pillaje, devastando buena parte de la provincia de Buenos Aires, en especial Tapalqué,  Tres Arroyos, Alvear, Tandil y Azul.


El ocaso de una nación
El flamante soberano intentó cumplir la voluntad de su padre llevando la guerra a territorio bonaerense, pero el arrollador avance del hombre blanco, con sus cañones y sus flamantes fusiles Remington, lo obligaron a entablar una lucha defensiva destinada a preservar lo que quedaba del inmenso imperio.
Namuncurá fue testigo del desmoronamiento de su nación con el avance de las tropas del general Levalle y las rebeliones de varios de sus vasallos, entre ellos Pincén y Catriel (1875). Derrotado en Chiloé y Lihué Calle, abandonó sus toldos buscando alcanzar la cordillera, donde vivió huyendo hasta 1884, cuando agotadas las reservas y extenuados sus guerreros, se vio forzado a capitular.


Un linaje del desierto
En Chimpay, pequeño poblado situado seis leguas al oeste de Choele Choel, en Alto Valle del Río Negro, Namuncurá levantó su campamento y se estableció con lo que quedaba de su tribu. En ese lugar, suerte de reducción en la que el gobierno de Buenos Aires concentró a los restos de la otrora poderosa nación, vendría al mundo el sexto de su doce hijos, Ceferino, nacido el 26 de agosto de 1886, fruto de su relación con Rosario Burgos, una mestiza chilena secuestrada durante un malón sobre ese país.


La Dinastía de los Piedra. El cacique Namuncurá, de uniforme, con parte de su familia. La mujer mayor es Canallaycantu Curá, su hermana y consejera. El muchacho a sus pies su hijo Juan Quintunas, futuro oficial del Ejército Argentino

Que el niño pertenecía a un linaje real lo prueba su frondoso árbol genealógico. Hijo y nieto de emperadores, bisnieto de uno de los caciques que había ayudado a San Martín en la campaña libertadora de Chile y sobrino nieto de Antonio Namuncurá y el poderoso Renquecurá, señor de los pehuenches que tuvo sus toldos en Picún Leufú y sus invernadas en Catán Lil, provincia de Neuquén (ambos hermanos de su abuelo), era a su vez, sobrino de una miríada de príncipes, consejeros y soberanos menores como los caciques, Melicurá, Cutricurá, Cayupán y Bernardo Namuncurá, célebre éste último por haberle salvado la vida al Padre Salvaire, artífice de la gran basílica de Luján. A ese clan pertenecía también el primogénito, Millaquecurá, declarado incompetente por el consejo tribal y Reumaycurá, suerte de comandante de la guardia pretoriana del cacique Namuncurá.
El recién nacido elevaría el prestigio de aquel linaje al alcanzar la gloria de los altares. Su abuela Juana Pitiley fue la favorita de Calfucurá y su tía a Canallaycantu Curá, consejera de estado cuya decisiva actuación en el cónclave celebrado tras la muerte del emperador le allanó a su hermano el camino al trono.


La Conquista del Desierto marcó el fin de las naciones aborígenes


Surge un santo de una estirpe feroz
Al momento de nacer Ceferino, su padre ya no era el señor de las pampas pero sí, coronel del Ejército argentino con uniforme y pensión. Algunos años después, uno de sus hermanos, Juan Quintunas, egresaría del Colegio Militar con el grado de oficial de Infantería.
Para entonces, el Imperio de las Pampas no era más que un recuerdo, un capítulo sangriento en el pasado argentino, triste memoria de una nación poderosa, reducida a vasallaje y aniquilamiento.
Pero se habría un nuevo capítulo en la historia de aquel pueblo.


Beato Ceferino Namuncurá

Desde pequeño, Ceferino dio señales de santidad. Cierto día se hallaba con su madre a orillas del río cuando, repentinamente, cayó al agua. La corriente, muy fuerte en ese momento, comenzó a arrastrarlo y alejarlo a gran velocidad ante la desesperación de doña Rosario. Sin embargo, cuando ya se lo daba por muerto, fue depositado mansamente en la costa, de donde su padre lo rescató.

Sabido es que de niño gustaba ayudar a su madre en las tareas cotidianas, entre ellas recopilar leña, preparar los alimentos y cuidar los animales. Lamentablemente, cuando su padre escogió a la que sería su única esposa, Ignacia Rañil, dejó a un lado a doña Rosario y a otras dos mujeres mayores con las que también tuvo hijos, motivando su alejamiento.
Mucho debe haber apenado al pequeño el que su madre se marchase hacia la tribu de Yanquetruz, catorce leguas más al norte. Él, siguiendo las costumbres, se quedó con su padre, dedicándose al cuidado de las ovejas para las que armó, con sus propias manos, un improvisado corral.
Por entonces Namuncurá recibía una pensión del gobierno y casi todos los meses viajaba a Choele Choel para cobrarla. Al regresar distribuía el dinero entre su gente, entregando cinco pesos a los hombres y uno a las mujeres. Pero la situación –agravada por la demora en serle reconocida la propiedad de su tierra– le provocaba mucha aflicción. Si bien no hay indicios de que la tribu padeciese hambre, el sueldo del cacique y las pocas ovejas que criaba, no alcanzaban para nada.


Al servicio de su pueblo
Fue un día que viendo al cacique abatido y preocupado, Ceferino se le acercó y le dijo. “Papá, ¡como nos encontramos después de haber sido dueños de toda esta tierra! Estamos sin amparo, ¿Por qué no me envía a Buenos Aires a estudiar?...así podré un día, ser útil a mi raza”.
Don Manuel, reducido a un confín del que fuera su vasto imperio, aceptó la sugerencia y asesorándose convenientemente, envió a su hijo a Buenos Aires, inscribiéndolo primero en un taller-escuela que la Marina tenía en la localidad de Tigre (hoy Museo Naval) y después, siguiendo los consejos del Dr. Luis Sáenz Peña, en el Colegio Pío IX de Almagro, perteneciente a la congregación salesiana (el 20 de septiembre de 1897). En el taller-escuela el muchacho no se había sentido a gusto, tal como se lo manifestó a su padre en cierta oportunidad pero ahora, con los padres salesianos rebosaba de felicidad.


Con los padres de Don Bosco
Al llegar al Colegio Pío IX, Ceferino fue recibido por Monseñor Juan Cagliero quien a partir de ese instante, se convirtió en su consejero y protector. Ceferino comenzó a estudiar y lo hizo intensamente, ignorando las burlas de las que era objeto de parte de unos pocos compañeros, por su condición de mapuche. Sin embargo, al cabo de un tiempo logró conquistarlos, lo mismo a sus profesores, quienes veían en él a un muchacho serio y responsable. Llamaban la atención el tiempo que pasaba rezando en la capilla, su excelente conducta y su voz para el canto.


Vida espiritual
Ceferino fue bautizado por el padre Melanesio durante su viaje de Neuquén a Choele Choel quedando su partida asentada en Carmen de Patagones, en el extremo sur de la provincia de Buenos Aires.
El 8 de septiembre de 1898, siendo alumno del Pío IX, el joven mapuche tomó su Primera Comunión y el 5 de noviembre de 1899 recibió la Confirmación de manos de Monseñor Gregorio Romero. Algún tiempo después, experimentaría una enorme alegría cuando Monseñor Cagliero, el gran apóstol de la Patagonia, suministró a su padre la Primera Comunión y la Confirmación, oportunidad en la que, pleno de gozo, exclamó: “Yo también, como Monseñor Cagliero, seré salesiano e iré con él a enseñar a mis hermanos el camino del Cielo”.
En 1902 finalizó sus Ejercicios Espirituales estableciendo en ellos los cuatro propósitos que marcarían su vida.


Vocación sacerdotal
En 1903 don Manuel Namuncurá decidió llevarse a su hijo como intérprete y secretario. Ceferino, deseaba ser sacerdote y por esa razón acudió a sus protectores, Monseñor Cagliero y el Dr. Luis Sáenz Peña, para rogarles su intercesión.
Y es que el pequeño príncipe de las pampas era un alma enamorada de Dios y de la Santísima Virgen a quienes deseaba servir fervorosamente e interceder ante ellos en favor de su pueblo.
Fue entonces que Monseñor Cagliero creyó conveniente enviarlo a Viedma y ponerlo al cuidado del RP Evasio Garrone, director del Colegio San Francisco de Sales. Ceferino hizo el viaje por mar, bastante enfermo, y a poco de llegar conoció y trabó amistad con el beato Artémides Zatti, enfermero y laico coadjutor italiano radicado en aquella ciudad que, como el recién llegado, padecía tuberculosis.


Ceferino junto a su mentor, monseñor Juan Cagliero

Viaje a Italia
En 1904 Monseñor Cagliero decidió llevar a Ceferino a Italia. A esa altura el muchacho tenía la salud muy deteriorada, hecho que percibieron sus compañeros del Colegio Pío IX cuando lo vieron llegar. Allí pasó unos días hasta el 19 de julio, cuando zarpó en el vapor “Sicilia” que después de un mes de travesía, recaló en Génova.


Junto al Papa Pío X

En Turín, se alojó en el gran Colegio Valdocco, junto a la basílica de María Auxiliadora, el mismo donde estudiaron Domingo Savio y San Luis Orione. Allí conoció al beato Miguel Rúa, sucesor de Don Bosco, encuentro providencial que sacudió lo más íntimo de su ser.
Personalidades de importancia como la princesa María Leticia de Saboya Bonaparte, la condesa Balbis María Bertone de Sambuy y hasta la Reina Madre, Margarita de Saboya, homenajearían a Ceferino tratándolo de acuerdo a su rango.
“También me aplaudieron y gritaban ¡Viva el príncipe Namuncurá! Si le digo esto no es porque me haya enorgullecido, sino porque somos amigos”, le escribió a su compañero Faustino Firpo, el 24 de agosto de 1904.
El 19 de septiembre Monseñor Cagliero lo llevó a Roma. Ocho días después, Ceferino vivió la mayor experiencia de su vida al ser recibido por San Pío X en persona. Expresándose en perfecto italiano, el joven aborigen le obsequió al Pontífice un quillango de guanaco, atención que aquel retribuyó con sanos consejos y su bendición, para él y su pueblo. Lo increíble de aquella entrevista fue que, cuando todos se retiraban, el Santo Padre mandó llamarlo nuevamente y en las dependencias donde tenía su escritorio, volvió a saludarlo, mucho más paternalmente y le obsequió una medalla de oro como recuerdo de su visita.


Sus últimos días
Fascinado todavía por la experiencia vivida, Ceferino abandonó Roma y como el clima de Turín le resultaba cada vez más perjudicial, se estableció en Frascatti, donde su salud se agravó. A principios de 1905 le resultaba imposible seguir asistiendo a clases por lo que el 28 de marzo fue conducido nuevamente a Roma para ser internado en el Hospital Fatebenefratelli de la orden de San Juan de Dios, en la isla Tiberina.
Allí falleció el 11 de mayo de 1905, a las seis de la mañana, entregando su alma al Creador después de sus oraciones.
La noche anterior, había llamado a un sacerdote para pedir por el muchacho que ocupaba la cama contigua: “Si supiera Ud. cuanto sufre. De noche no duerme casi nada. Tose y tose”. En realidad, él estaba peor, pero solo pensaba en el prójimo, es decir, en las almas necesitadas de consuelo. Su cuerpo fue conducido al cementerio de Roma, donde permaneció enterrado hasta 1924, cuando regresó a su tierra natal.


El beato Ceferino
En 1915 los restos de Ceferino fueron exhumados y en 1924, como se ha dicho, regresaron a la Argentina. Llegaron a bordo del vapor “Ardito” y una vez en tierra fueron trasladados a Pedro Luro, localidad al sur de la provincia de Buenos Aires a medio camino entre Bahía Blanca y Carmen de Patagones (fueron depositados en la capilla de Fortín Mercedes). El 14 de mayo dio comienzo el proceso de canonización y el 22 de junio de 1972, el Papa Paulo VI lo declaró venerable.
El martes 15 de mayo, durante la sesión de la Congregación para las Causas de los Santos, se aprobó por unanimidad el milagro atribuido a Ceferino en el año 2000. Una mujer cordobesa de 24 años de edad, afectada por cáncer de útero, no solo se curó sino que, tiempo después, logró concebir.
Al cabo de cuatro años de estudió, altas fuentes de la Iglesia indicaron que la consulta médica de la Congregación había dictaminado que desde el punto de vista clínico, la curación era inexplicable.
Aprobado el decreto del milagro, S.S. Benedicto XVI determinó la fecha de beatificación, 11 de noviembre de 2007, acontecimiento celebrado en todo el país.
De esa manera, la orgullosa dinastía de los Piedra, aquella que forjó el poderoso imperio de las pampas e hizo temblar al hombre blanco durante décadas, le dio a la Iglesia Católica un nuevo santo.


Ilustraciones





Finalizada la conquista del desierto el gobierno argentino llevó a cabo una sistemática campaña de exterminio en La Pampa, la Patagonia, Tierra del Fuego y la región del Chaco a la que por años se intentó ocultar. Arriba cuatro instantáneas del álbum que Julio Popper explorador rumano nacionalizado argentino, le obsequió al presidente Miguel Juárez Celman tras su regreso a Buenos Aires. Se observan indios selk'nam y onas masacrados en territorio fueguino durante las cacerías humanas que tuvieron lugar entre 1886 y 1887

El coronel Ramón Lista llevó a cabo feroces matanzas en Tierra del Fuego

La masacre de aborígenes continuó bien entrado el siglo XX. En la imagen restos de indios  asesinados en Rincón Bomba, provincia de Formosa, durante el primer gobierno de Perón, más precisamente en el mes de octubre de 1947



Aviso aparecido en un diario de Bueno Aires (1878) ofreciendo indios 
de ambos sexos tras la conquista del desierto






Fuente: "Ceferino Namuncurá, de príncipe d elas pampas a la gloria de los altares", en "Revista “Cruzada”, Año V, Nº 30, Diciembre de 2007

sábado, 6 de abril de 2024

Guerra de Secesión: Historia alternativa a la marcha sobre el Mississippi

Qué pasaría si: “Damos de beber a nuestros caballos en el Mississippi” hubiese ocurrido

Weapons and Warfare




Como Johnston contra US Grant

Amanecer de Shiloh

Los sonidos de disparos disminuyeron y luego cesaron por completo. El alto mando confederado miró ansiosamente en dirección a los campamentos de la Unión y al río Tennessee. Desde su ubicación en el cruce de Bark Road y Pittsburg y Corinth Road, no podían ver nada más que los elementos de retaguardia del Primer Cuerpo del General Polk. Más allá de las líneas irregulares de infantería vestida de gris no había más que bosques oscuros. El general Pierre Gustave Toutant Beauregard habló: “General, seguramente hemos perdido el elemento sorpresa. Debemos retirarnos a Corinto inmediatamente.

El comandante general de 59 años estaba inclinado hacia una fogata bebiendo café. Antes de que pudiera responder, el agudo traqueteo de los fusileros cercanos estalló de nuevo. Albert Sidney Johnston se enderezó a su completa estatura robusta de seis pies y 200 libras y respondió con calma: “La batalla se ha abierto, caballeros; es demasiado tarde para cambiar nuestras disposiciones.”

Montó su magnífico bahía, Fire-eater, y le dijo a su personal: "¡Esta noche abrevaremos a nuestros caballos en el río Tennessee!"

Eran las 6:40 am del 6 de abril de 1862. Arriba, un sol brillante se alzaba sobre la niebla del río. El ayudante de Johnston, el capitán WL Wickham, se volvió hacia el médico personal de Johnston: "Doctor Yandell, debe ser otro sol de Austerlitz". Luego, Wickham y los demás oficiales del estado mayor se apresuraron a montar sus caballos porque Johnston ya estaba desapareciendo en el bosque, cabalgando rápidamente hacia los sonidos de los disparos.

Wickham alcanzó a Johnston al borde del Seay Field. Al otro lado del campo, los hombres de Arkansas pertenecientes a la brigada del general de brigada Thomas Hindman estaban involucrados en una lucha difícil con un tenaz regimiento de tropas de la Unión. El tiroteo se intensificó. Las filas confederadas vacilaron. Los soldados rompieron filas y comenzaron a retroceder. Johnston espoleó a Fire-eater al campo para reunir a la infantería. Su voz de alguna manera se elevó por encima del fragor de la batalla, “¡Hombres de Arkansas! Dicen que te jactas de tu destreza con el cuchillo Bowie. Hoy empuñas un arma más noble, la bayoneta. ¡Empleadlo bien!”

Los soldados respondieron con vítores. Uno recordó que el rostro de Johnston estaba “en llamas con un espíritu de lucha”. Inspirados por la imponente presencia de Johnston, volvieron a formar y se prepararon para cargar de nuevo.

El joven coronel John Marmaduke estaba ocupado alineando su 3.er Regimiento Confederado cuando sintió una mano en su hombro. Marmaduke miró hacia arriba para ver una cara bien recordada de los días del Viejo Ejército. “Hijo mío”, dijo Johnston, “¡debemos conquistar o perecer este día!”. Marmaduke recordó más tarde que se sintió “diez veces más nervioso”.

Treinta minutos después llegó un mensajero para informarle a Johnston que los hombres del general de división Braxton Bragg estaban bajo mucha presión y necesitaban ayuda. Johnston cabalgó hasta la unidad más cercana y le ordenó que lo siguiera. Juntos se movieron hacia la derecha, en la dirección de los disparos más intensos. Pero los soldados no pudieron seguir el ritmo de su rápido líder. Acompañado por un puñado de ayudantes, Johnston desapareció en el bosque.

Llegó a la retaguardia de la brigada del general de brigada Adley Gladden poco antes de las 9:00 a. m. Johnston ordenó inmediatamente a Gladden que realizara un ataque con bayoneta. La línea de Gladden atravesó el campo de España y envió a la línea de los Yankees hacia atrás. Johnston los siguió mientras entraban en un campamento de la Unión abandonado. Decenas de rebeldes hambrientos rompieron filas para darse un festín con las teteras de desayuno calientes pero intactas. Otros comenzaron a saquear las tiendas. Johnston vio a un oficial salir de una tienda con un montón de trofeos. Habló bruscamente: “Nada de eso, señor; ¡No estamos aquí para saquear!”

Una mirada abatida cruzó el rostro del oficial y sus hombros se hundieron. Johnston se inclinó sobre su caballo para tomar una taza de hojalata de una mesa. Suavizó su tono y dijo: "Que esta sea mi parte del botín hoy".

El general continuó por el campamento. A su alrededor había soldados heridos y sufrientes, la mayoría de los cuales pertenecían al enemigo. Johnston llamó al doctor Yandell: “Doctor, envíe algunos mensajeros a la retaguardia para los oficiales médicos. Mientras tanto, cuida a estos heridos, a los yanquis entre los demás. Eran nuestros enemigos hace un momento, ahora son nuestros prisioneros”.

“General”, protestó Yandell, “otros pueden atender a estos hombres. Mi lugar está contigo.

“Adelante, comience su trabajo, doctor. Te aconsejaré cuando me mude”.

Cuando Johnston se volvió para hablar con un ayudante, Yandell escuchó que el capitán Wickham le hablaba en voz baja: “Doctor, haga caso omiso de lo que dice. Has visto la forma en que toma riesgos terribles. Este ejército depende de él y él puede tener motivos para depender de ti. Síguelo donde quiera que vaya, solo quédate un poco atrás. Nunca mira hacia atrás”.

Pronto, Johnston estuvo de nuevo en el frente. Poco antes del mediodía, uno de los ayudantes de Beauregard observó al general “sentado en su caballo donde las balas volaban como granizo. Galopé hacia él en medio del fuego y lo encontré sereno, sereno y dueño de sí mismo, pero aún animado y de buen humor”. Otro oficial encontró a Johnston observando la exitosa carga de la brigada de Chalmers. Cuando la línea Rebelde desapareció más allá de una línea de cresta cercana, Johnston comentó con satisfacción: "Eso los jaque mate".

De hecho, desde el punto de vista de Johnston, parecía que los confederados estaban haciendo retroceder al ejército de Tennessee del general Ulysses S. Grant en todo el frente. Pero las apariencias engañaban. En varios lugares, los hombres de Grant defendieron tenazmente sus posiciones. En ninguna parte fue esto más cierto que en la izquierda de Union, en el área de un huerto de duraznos. Aquí, los confederados del general de brigada John C. Breckinridge lucharon por avanzar durante más de una hora. Breckinridge se angustió por su incapacidad para hacer que los regimientos de Tennessee en la brigada del coronel WS Statham presionaran el ataque vigorosamente y galoparon hasta Johnston para quejarse de que no podía hacer que la brigada cargara. Breckinridge fue un ex vicepresidente de los Estados Unidos y siguió siendo un líder político sureño influyente. Johnston sabía que había que manejarlo con guantes de seda.

El emocional Breckinridge casi se derrumba. No puedo, general. ¡Lo he intentado repetidamente y he fallado!”

"Entonces te ayudaré, podemos hacer que hagan la carga". Johnston dijo con firmeza.

Johnston galopó por un barranco hacia los soldados de Tennessee. Entre sus ayudantes, solo quedó el capitán Wickham. Wickham miró hacia atrás. Con alivio vio que el doctor Yandell seguía siguiendo al general.

Johnston cabalgó entre los rebeldes maltratados y desalentados. Su espada permaneció envainada en su vaina. En cambio, sostenía en su mano la taza de hojalata que había tomado del campamento de la Unión. Blandiendo la copa como si fuera una espada, hizo un gesto hacia la línea de la Unión. "¡Debemos conducirlos!" Luego cabalgó frente a sus hombres, extendió su copa para tocar sus bayonetas y dijo repetidamente: “Hombres, son tercos; debemos usar la bayoneta. Se colocó en el centro de la brigada de Statham, se volvió y gritó: “¡Hombres! ¡Yo te guiaré!”

Como un perro de ataque preparado y esperando la orden, toda la línea confederada parecía temblar de anticipación. Un soldado recordó que Johnston les dio “ardor irresistible”. A la señal vitorearon con fuerza y ​​cargaron. Fue unos minutos antes de las 2:00 p. m.

Tres brigadas rebeldes asaltaron la posición de la Unión. A la izquierda, los hombres de Statham pasaron la cabaña de Sarah Bell y cargaron directamente contra los Yankees en el huerto de duraznos. Como ya había ocurrido dos veces, este esfuerzo se estancó frente a la feroz oposición de la Unión. A la derecha, la brigada de Jackson quedó atrapada en un barranco boscoso y logró contribuir con solo dos regimientos al ataque. El éxito del ataque dependía de la brigada central comandada por el general de brigada John Bowen. La infantería de Arkansas y Missouri de Bowen demostró estar a la altura de la tarea. Un defensor de la Unión recordó: “Los rebeldes nos atacaron antes de que nos diéramos cuenta. La maleza era tan espesa que no pudimos verlos hasta que estuvieron a veinte metros de nosotros”. En una pelea salvaje y confusa, la brigada de Bowen rompió la línea de la Unión.

Finalmente, la serie incesante de cargos de Johnston comenzó a producir dividendos. La Unión se derrumbó, exponiendo así a las unidades adyacentes al fuego de enfilada. Masas de infantería rebelde se abrieron paso a través del huerto de melocotoneros para aprovechar la situación. Peor aún, desde la perspectiva de la Unión, pocas tropas frescas se interponían entre los rebeldes triunfantes y el desembarco de Pittsburg en el río Tennessee.

Pero el avance no fue sin costo. Bowen cayó con una herida grave. Cientos de infantería confederada también cayeron muertos, moribundos o heridos. El general Grant recordó más tarde que esta parte del campo estaba “tan cubierta de muertos [confederados] que habría sido posible cruzar el claro, en cualquier dirección, pisando cadáveres, sin tocar el suelo con un pie”.

En medio de la carnicería, un eufórico Albert Sidney Johnston vio cómo su plan tenía éxito. Apareció el gobernador de Tennessee, Harris. Johnston sonrió y señaló su bota izquierda, que había sido alcanzada por una bala, y dijo: "Gobernador, estuvieron muy cerca de ponerme fuera de combate en ese cargo". Luego, el general envió a Harris y a todos menos uno de sus ayudantes a recorrer el campo para llevar órdenes para completar la victoria. Solo el capitán Wickham permaneció con Johnston.

Cuando Harris regresó de su misión para informar a Johnston, de repente vio que el general se hundía en su silla y comenzaba a tambalearse hacia su izquierda. Harris vio que el rostro de Johnston estaba mortalmente pálido. “General, ¿está herido?”

Johnston respondió: "Sí, y lo temo seriamente".

Harris y Wickham apoyaron a Johnston en su silla y lo llevaron a refugiarse detrás de un pequeño montículo. Vieron que el caballo de Johnston, Fire-eater, había sido alcanzado dos veces por balas o metralla. Mientras colocaban a Johnston en el suelo, Wickham alzó la vista con alivio y vio al doctor Yandell. Wickham le dijo al médico que Johnston había recibido un golpe en la bota, pero que no había ningún otro signo evidente de herida. Yandell desató la corbata de Johnston, le desabrochó el cuello y el chaleco y le abrió la camisa. No pudo encontrar una herida. El general perdió el conocimiento. Yandell le quitó la bota izquierda a Johnston. Ninguna cosa. Salió a la derecha y estaba lleno de sangre. Rápidamente, Yandell abrió la pernera del pantalón de Johnston. Encontró una herida que sangraba profusamente detrás de la articulación de la rodilla derecha. Aparentemente, una bala de plomo había golpeado la pantorrilla y desgarrado, pero no cortado, la arteria poplítea, y se alojó contra el hueso de la espinilla. Era una herida fea y peligrosa que, si no se atendía, mataría rápidamente.

Yandell metió la mano en el bolsillo de Johnston donde, a instancias del cirujano, Johnston mantuvo un torniquete de campo. Yandell lo ató hábilmente en su lugar para detener el flujo. El coronel William Preston entró al galope en la escena. Desmontó rápidamente, sacó una petaca y acunó la cabeza de Johnston entre sus brazos. Vertió whisky en la boca de Johnston y preguntó desesperadamente: "Johnston, ¿me conoces?"

Los ojos del general se abrieron. Reconoció a Preston y sonrió débilmente. Con voz débil dijo: “Dígale a Beauregard que lleve a los yanquis al río”. Y luego volvió a perder el conocimiento.

Generales de Davis

En Richmond, un ansioso presidente Jefferson Davis esperaba noticias de su amigo, Sidney Johnston. Durante la Guerra Mexicana, la rápida reacción de Johnston ante una peligrosa confrontación probablemente salvó la vida de ambos hombres. A partir de entonces, la admiración de Davis no conoció límites. Unos meses antes, cuando algunos políticos de Tennessee protestaron porque Johnston había abandonado el valioso territorio de Tennessee y “no era un general”, Davis respondió que si Johnston no era un general, “será mejor que abandonemos la guerra, porque no tenemos general. ” En vísperas de la ofensiva de Johnston contra Grant, Davis envió un telegrama que decía: "Anticipo la victoria".

La ausencia de noticias de Johnston preocupó mucho a Davis. Les dijo a sus ayudantes que si su amigo estuviera vivo, habría escuchado algo. Pasó el 6 de abril, luego el 7 de abril. Finalmente llegó la noticia de la derrota confederada. Después de la herida de Johnston, Beauregard no había podido o no había querido capitalizar la ventaja confederada durante el resto del día. Al día siguiente, las fuerzas de la Unión contraatacaron y expulsaron a los rebeldes del campo. Beauregard ordenó una retirada a Corinto.

Para Davis, parecía que la retirada del "Old Bory" deshizo la victoria que estaba allí para tomar cuando cayó Johnston. Cimentó su disgusto por el general criollo. En contraste, Davis no tenía más que una tierna preocupación por Sidney Johnston. Preguntó por la salud de su amigo, le deseó una pronta recuperación y propuso que el general fuera trasladado a la propia plantación de Davis en Mississippi, Brierfield, para que convaleciera. Davis escribió conmovedoramente sobre la belleza y el encanto de la plantación. Estaba en un remanso aislado, lejos del frente, un lugar totalmente perfecto para que el general disfrutara de la tranquilidad y la paz mientras recuperaba sus fuerzas.

En Corinto, la asombrosa cantidad de heridos confederados abrumó al servicio médico. Además, el regreso del ejército a la ciudad contaminó rápidamente los pozos poco profundos que abastecían de agua potable a la región. El número de hombres en la lista de enfermos se disparó cuando la fiebre tifoidea, la disentería y otras enfermedades transmitidas por el agua atacaron al ejército ya debilitado. Entre los afectados estaba Albert Sidney Johnston.

Temeroso de que el general herido sucumbiera a la enfermedad, el doctor Yandell luchó para vencer la renuencia de Johnston a moverse. "Debería estar con mis hombres", protestó débilmente Johnston. La oferta hospitalaria del presidente fue como un salvavidas para el médico preocupado. Entonces, el último día de abril, una locomotora partió de Corinth y se dirigió hacia el sur a lo largo del Ferrocarril de Mobile y Ohio. Tres días después, una ambulancia tirada por caballos se detuvo frente a la terraza con postes blancos de la plantación de Jefferson Davis en Davis Bend en el río Mississippi, a unas 20 millas debajo de Vicksburg. Aquí Johnston comenzó una larga, larga convalecencia.

El presidente Davis había puesto el teatro occidental en manos del general en quien más confiaba. La herida de Johnston dejó un vacío de mando. A cualquier reemplazo le habría resultado difícil estar a la altura de Johnston en la mente afligida del comandante en jefe. Cuando Beauregard cedió el oeste de Tennessee sin pelear y luego se fue de baja por enfermedad sin pedir permiso, Davis lo reemplazó con Braxton Bragg. Pero los comandantes cambiantes no abordaron el dilema estratégico del Sur: una línea defensiva larga, estirada tan delgada que podría ser rota por las fuerzas enemigas superiores en casi cualquier lugar; sin embargo, abandonar territorio, concentrarse, corría el riesgo de perder activos valiosos para siempre. De hecho, esto es lo que había ocurrido en la ciudad más grande del Sur. Despojado de sus defensores para el gran golpe en Shiloh,

Davis examinó el mapa estratégico y vio que Tennessee seguía siendo vulnerable desde el Mississippi hasta los Alleghenies. Estaba dispuesto a correr riesgos y la única solución que vio fue la ofensiva-defensiva. Entonces, el presidente tenía grandes esperanzas en la contraofensiva de Bragg en Kentucky, que comenzó a fines del verano de 1862. Bragg interpuso hábilmente su ejército entre el ejército de la Unión y su base en Louisville. Durante unas horas brillantes, Bragg captó la victoria potencial, pero en el momento crítico dudó, declinó la batalla y permitió que los federales pasaran por su frente y ganaran Louisville. La siguiente ofensiva de la Unión lo expulsó no solo de Kentucky sino también de gran parte de Tennessee. El presidente le dijo con franqueza al Congreso que el Sur había entrado en “el período más oscuro y peligroso hasta el momento”.

Los desastres de 1862 le enseñaron a Davis que su ofensivo-defensivo requería alguna forma de reserva móvil. Le explicó a uno de sus generales: “No podemos esperar en todos los puntos encontrarnos con el enemigo con una fuerza igual a la suya, y debemos encontrar nuestra seguridad en la concentración y el rápido movimiento de las tropas”. Mientras tanto, Grant estaba de nuevo en movimiento. Había reunido un gran ejército y una flota aparentemente invencible para encabezar un avance hacia el sur por el río Mississippi, y los generales confederados defensores dudaban de su capacidad para detenerlo.

Davis sabía que Vicksburg era la clave para controlar el Mississippi. Era uno de los lugares que el Sur necesitaba conservar si quería perdurar. El presidente respondió a la crisis redibujando los límites de los departamentos y nombrando a un nuevo general para defender la ciudad. Davis eligió al teniente general John Pemberton, un oficial nacido en Pensilvania cuyos hermanos lucharon por el Norte y cuyo estado de nacimiento lo convirtió en el centro de profundas sospechas entre las personas en peligro de extinción de Mississippi. De hecho, un sargento confederado observó a su nuevo general y escribió: "Vi a Pemberton y es el 'vomito' más insignificante que he visto".

En Brierfield Plantation, Sidney Johnston sabía poco sobre las fricciones de mando que acosaban a la Confederación. La pérdida de sangre de su herida lo había debilitado tanto que fue presa fácil de un brote prolongado y casi fatal de fiebre tifoidea. En días raros durante el verano de 1862, su fuerza se recuperó y los sirvientes de Davis, supervisados ​​por el inquieto doctor Yandell, lo sacaron afuera para disfrutar de unas horas de sol tonificante.

Uno de esos días ocurrió el 4 de agosto, cuando Johnston vio al Arkansas acorazado confederado navegar valientemente hacia el sur para atacar Baton Rouge. No tenía ni idea de que los motores del acorazado necesitaban urgentemente reparaciones ni de que, de haber permanecido debajo de los acantilados fortificados de Vicksburg, podría haber evitado gran parte de lo que estaba por venir. También fue una suerte para la salud del general que no estuviera presente al día siguiente para presenciar los estertores de muerte del barco más activo que el Sur jamás había puesto a flote para defender el Mississippi.

Llegó el otoño y Johnston recuperó lentamente su salud. El general Bowen, que se había recuperado recientemente de su herida de Shiloh, visitó a Johnston. La conversación, naturalmente, volvió a una nueva pelea de Shiloh. Johnston dijo que muchas de las dificultades encontradas en esa batalla surgieron de la inexperiencia y la falta de disciplina de los soldados. Bowen estuvo de acuerdo y luego intervino: “Pero General, ahora es diferente. Si pudieras ver mi división, particularmente los muchachos de Missouri de Cockrell, verías una brigada de gallos de pelea perfectamente preparados. Los conduciría a las fauces del mismo infierno”.

Después de Navidad, la noticia de la exitosa defensa de Vicksburg contra el desembarco de William T. Sherman en Chickasaw Bayou pareció el tónico perfecto para Johnston. Comenzó a redactar una solicitud para volver al servicio. Pero el invierno frío y excesivamente húmedo provocó una inflamación pulmonar incapacitante y nuevamente el general se fue a la cama. El primer aniversario de la Batalla de Shiloh lo encontró todavía pálido, demacrado y débil.

Bowen confronta a Grant

En la noche del 16 de abril, los acorazados del almirante David Porter cargaron las baterías en Vicksburg. Es imposible decir si Porter habría corrido este riesgo si el invencible Arkansas todavía hubiera estado a flote. Lo cierto es que el éxito de Porter alteró radicalmente el tablero estratégico. El general Grant resolvió marchar a lo largo de la costa occidental del Mississippi y evitar Vicksburg. Luego, con la ayuda de una serie de ingeniosas distracciones, planeó que Porter transportara a su ejército a través del río para atacar la ciudad desde abajo. Fue una estrategia audaz y brillante, y engañó a Pemberton y a casi todos los comandantes confederados.

La excepción fue el comandante del puesto fortificado en Grand Gulf, el general Bowen. Solo Bowen percibió la nueva situación provocada por el éxito de Porter. El 27 de abril, describió de manera concisa en una carta a Pemberton la terrible amenaza que representaban las probables maniobras futuras de Grant. Pidió refuerzos para ayudar a mantener Grand Gulf. Pemberton no atendió las advertencias de Bowen ni le envió refuerzos.

A las 8:00 am del 30 de abril comenzó la mayor invasión anfibia hasta ahora en la historia de Estados Unidos. Al mediodía, la mayor parte del XIII Cuerpo del general John McClernand, de 17.000 efectivos, había completado el desembarco sin oposición debajo del Gran Golfo. Grant escribió más tarde:

“Sentí un grado de alivio casi nunca igualado desde entonces. Vicksburg aún no había sido tomada, es cierto, ni sus defensores estaban desmoralizados... Pero yo estaba en tierra firme en el mismo lado del río que el enemigo. Todas las campañas, trabajos, penurias y exposiciones... que se habían hecho y soportado, eran para la realización de este único objetivo.”

Bowen había seleccionado previamente una posición sólida en Port Gibson como el mejor lugar para tratar de detener a Grant. Fue a esta posición a la que envió su mano de obra disponible a la 1:00 am del 30 de abril, siete horas antes de que los primeros soldados de la Unión aterrizaran en la costa este del Mississippi. En la mañana del 1 de mayo se produjo el primer combate. El terreno era una mezcla desconcertante de crestas irregulares divididas por barrancos profundos e infranqueables. La batalla posterior impuso una pesada carga táctica a los líderes de ambos lados. Según un historiador, "Desde el principio hasta el final de la batalla, los oficiales de ambos bandos tuvieron problemas para comprender su propia posición en relación con las unidades amigas de apoyo y tenían aún menos comprensión de cómo colocar al oponente". Aunque superados en número tres a uno, los confederados lucharon extremadamente bien. Bowen mismo tenía cuatro caballos disparados debajo de él. Pero finalmente el valor dio paso a la superioridad numérica. Esa noche, Bowen se retiró del campo y se retiró detrás de North Fork of Bayou Pierre.

Reacciones confederadas

El general Joseph Johnston estaba nominalmente al mando de todas las fuerzas confederadas en Occidente. El 1 de mayo, antes de enterarse de los movimientos de Grant, le aconsejó a Pemberton: "Si Grant cruza el Mississippi, una todas sus tropas para vencerlo". Era una buena estrategia, pero Joe Johnston no tenía intención de asumir ningún papel personal para llevarla a cabo. Esto dejó a Pemberton en un aprieto difícil. Creía que Vicksburg era su confianza sagrada, tanto más sagrada porque sabía que muchos habitantes de Mississippi dudaban de su lealtad a la causa. En consecuencia, Pemberton estaba extremadamente reacio a despojar a la ciudad para reunir una fuerza de campo suficiente para desafiar a Grant. Además, las múltiples distracciones de Grant habían engañado al general nacido en Pensilvania.

El 2 de mayo, Pemberton comenzó a enviar algunos refuerzos al sur para unirse a Bowen. Pero una sensación de pesimismo pareció entrar en su pensamiento. Ordenó que Vicksburg se preparara para un asedio y aconsejó al gobernador de Mississippi, John Pettus, que "retire los archivos estatales de Jackson". Pettus, a su vez, telegrafió frenéticamente a Jefferson Davis para informar que Pemberton había perdido los nervios y, a menos que se produjera un cambio de mando inmediato, todo estaba perdido.

Jefferson Davis se encontró en una posición familiar. Una y otra vez, los políticos se habían quejado de que sus electores estaban siendo mal atendidos por los generales al mando. A menudo exigieron que Davis hiciera cambios de mando. En la mente de Davis, Pemberton era simplemente el último de una lista que en varios momentos había incluido a Robert E. Lee, Thomas Jackson, Braxton Bragg e incluso al mismo Sidney Johnston. Davis había defendido a sus selecciones y ellas, a su vez, con la posible excepción de Bragg, habían recompensado su paciencia y lealtad con victorias.

Davis consideraba virtudes admirables la paciencia y la lealtad, particularmente para un comandante en jefe de una nación asediada. Estaba seguro de que estas virtudes habían sido clave para la victoria en la Primera Revolución Americana y no tenía dudas de que serían igualmente cruciales para la victoria confederada en la Segunda Revolución Americana. Además, relevar a Pemberton en este momento de crisis sería admitir públicamente que la selección de Pemberton había sido un error. Era extremadamente detestable hacer esto.

Pero Davis también entendió lo que estaba en juego. Si Grant tenía éxito, la Confederación se dividiría en dos, los hambrientos ejércitos del este quedarían privados para siempre del ganado y el maíz, los cerdos y los caballos del fértil trans-Mississippi. La pérdida de Vicksburg bien podría ser un golpe fatal.

Durante varias horas, el presidente caminó de un lado a otro en su oficina en la Casa Blanca de la Confederación. Su lucha interna fue monumental porque sabía que la decisión que tenía que tomar era de inmensas consecuencias estratégicas. Su rostro ya pálido (Davis estaba enfermo de bronquitis) adquirió una apariencia aún más espantosa y hundida cuando la tensión provocó el inicio de otro doloroso ataque de neuralgia. Sabía que Joe Johnston, el comandante supremo nominal en el Oeste, avanzaba tranquilamente hacia Vicksburg, presumiblemente para tomar el mando de campo, pero también sabía que la maniobra preferida de Johnston era la retirada estratégica. Davis solo podía concebir una posible alternativa a Pemberton; a saber, enviar a Lee al oeste. Sin embargo, sabía que Lee resistiría la transferencia y que la ausencia de Lee dejaría vulnerable a la capital confederada.

Los ojos del ayudante brillaban de emoción cuando le entregó a Davis un telegrama recién llegado. Era de Albert Sidney Johnston y decía: “Me enteré de que el enemigo está de este lado del río. Deseo presentarme para el servicio, ya sea como un simple soldado raso que lleva un mosquete o en cualquier otra capacidad que considere apropiada.

Era como si una brisa vigorizante se hubiera llevado las nubes de lluvia que habían inundado Richmond durante los últimos días. Davis comenzó a dictar órdenes: Sidney Johnston para tomar el mando de todas las tropas de campo que operaban alrededor de Vicksburg con la misión de llevar a Grant al Mississippi; Pemberton permanecerá al mando en Vicksburg para defender la ciudadela confederada contra un ataque directo mientras ayuda a Johnston enviando hombres y suministros. El presidente completó su ráfaga de órdenes diciéndole a Beauregard en Charleston, Carolina del Sur, que enviara 5000 hombres al oeste, a Jackson, Mississippi. Cuando completó su trabajo, Davis descubrió, para su sorpresa, que el agudo dolor de su neuralgia se había reducido a un mero dolor sordo.

Johnston toma el mando

Sidney Johnston no le había dicho a Davis que el doctor Yandell todavía le prohibía montar a caballo durante mucho tiempo. Así que fue una carnicería en la plantación lo que llevó a Johnston al cuartel general del mayor general William Loring en el lado norte del Big Black River justo después del amanecer del 3 de mayo. Johnston subió los escalones de la mansión McCleod y se detuvo en la terraza. Desde dentro oyó los acalorados sonidos de una discusión. Aparentemente se estaba llevando a cabo una especie de consejo de guerra. Escuchó una voz que intentaba dominar el furioso zumbido del debate: "Caballeros, repito, ¿el ejército se moverá con despacho a Vicksburg o mantendrá el Big Black?"

Reconoció la voz del general Bowen en respuesta:

“General Loring. Tenemos mis dos excelentes brigadas en el lado enemigo del río junto con la nueva Brigada de Tennessee de Reynolds. De este lado tenemos las dos brigadas que nos ha traído con Barton y Taylor que se acercan rápidamente. Esto nos da más de 16.000 hombres. Mis exploradores me dicen que nos enfrentamos al XVII Cuerpo de McPherson, que no tiene apoyo y que se encuentra en columna de carretera. ¡Digo ataque!”

Johnston asintió con aprobación y sonrió. Su sonrisa se convirtió en un ceño fruncido cuando Loring volvió a hablar:

“General Bowen, todos aplaudimos sus instintos de lucha, pero mis manos están atadas. Mis órdenes del general Pemberton son estar atentos a su división y, si es necesario, retroceder a través de Big Black. Te he encontrado a ti y a tus hombres y ahora lo haremos...

Sidney Johnston entró en la habitación y completó la oración de Loring: "¡Ataque!"

Loring empezó a balbucear, pero Johnston lo interrumpió bruscamente:

“Señores, el tiempo para el debate ha terminado. Tengo aquí órdenes del Presidente asignándome el mando de todas las tropas en el campo. Atacaremos de inmediato. No sé los números relativos, pero sé que en estos caminos angostos no pueden poner más hombres al frente que nosotros. ¡Además, lucharía contra ellos si fueran un millón!

Las palabras de Johnston electrizaron a los generales confederados. Con la excepción de Loring, respondieron con profunda aprobación. Luego se levantaron como uno solo para estrechar la mano del nuevo comandante del ejército.

La batalla del ferry de Hankinson

El día después de su victoria en Port Gibson, el general Grant presionó mucho a su ejército. Creía que tenía a los Rebeldes desconcertados y confundidos, y quería explotar la situación. El primer obstáculo a superar fue el Little Bayou Pierre. Sus ingenieros trabajaron febrilmente durante la mañana para construir un puente de 12 pies de ancho y 166 pies de largo utilizando maderas extraídas de una desmotadora de algodón cercana. Acordonaron los accesos al puente sobre una peligrosa zona de arenas movedizas y anunciaron que el puente era practicable. De principio a fin, toda la operación requirió apenas cuatro horas, lo cual fue bueno, porque Grant tenía mucha prisa. Cuando la primera infantería de la Unión se acercó al puente, estaba su general para instarles: “Hombres, sigan adelante; Cierra rápido y date prisa.

North Fork of Bayou Pierre presentó una barrera más sustancial. Grant esperaba que sus hombres pudieran capturar el puente colgante en Grindstone Ford. A las 7:30 pm, sus hombres que marchaban con fuerza llegaron al vado solo para ver que el puente estaba en llamas. Un enérgico oficial de ingeniería, el coronel James Wilson, ordenó a la infantería que extinguiera el incendio. En la luz que se desvanecía, Wilson observó que quedaba suficiente de la estructura original del puente para servir como base para un nuevo puente. Durante una noche oscura y tormentosa, los pioneros de la Unión rescataron maderas y vigas, las amarraron a las barras de suspensión con alambre de telégrafo y reconstruyeron el puente. Al amanecer del 3 de mayo, el puente estaba listo para la infantería.

Solo una barrera natural más importante, Big Black River, se interpuso entre el Ejército de Tennessee de Grant y Vicksburg. La agresiva división del general John Logan encabezó el avance hacia este río. En el improbable caso de que Logan fallara, McPherson acompañó a la división. Juntos, los dos oficiales manejaron duro a los hombres. McPherson esperaba que si sus hombres marchaban lo suficientemente rápido, podrían aislar a los confederados que intentaban escapar de regreso a Vicksburg. McPherson también esperaba capturar intacto el puente Hankinson's Ferry para asegurar una cabeza de puente sobre el Big Black.

Alrededor de las 10:00 a. m., el regimiento líder de la Unión se encontró con lo que parecía ser una barricada rebelde justo al sur de Willow Springs. McPherson ordenó a un asistente que viajara a una plantación cercana y trajera a alguien para interrogarlo. El propietario de la plantación, un tipo elegante y locuaz llamado Reinertsen, aseguró a McPherson que casi todas las tropas confederadas se habían retirado al otro lado del Big Black. Mientras tanto, Logan ordenó al regimiento de furgonetas, el 20 de Ohio, que avanzara el doble de tiempo junto con el 8 de Michigan Battery de De Golyer. La batería se colocó en posición al galope, se desembarazó y se preparó para lanzar una andanada de cobertura. Llegó la jadeante infantería de Ohio. Uno de los hombres vio a Logan y gritó: "¿No deberíamos quitarnos las mochilas?".

"¡No!" Logan gruñó. “¡Malditos sean, pueden azotarlos con las mochilas puestas!”35 Inspirado por las severas palabras de Logan, el 20º de Ohio avanzó para asaltar la barricada.



Es difícil decir si se debe culpar a Logan y McPherson por su impetuosidad. Dado que ninguno de los generales sobrevivió a la batalla, no podemos saber exactamente qué pensaron que vieron. Lo que parece seguro es que su reconocimiento apresurado no detectó la presencia de un enemigo formidable y que aumentaba rápidamente.

Los confederados que manejaban la barricada en sí pertenecían al 26º de infantería de Mississippi del coronel AE Reynolds. Escondidos en los árboles cercanos había cuatro armas pertenecientes a la Compañía C del Teniente Culbertson, 14º Batallón de Artillería de Mississippi. Inicialmente, las órdenes de Reynolds eran simplemente luchar en una acción de retaguardia; obligar al enemigo a desplegarse y luego retirarse sin arriesgar demasiado. Pero 30 minutos antes de que aparecieran los Yankees, un caballo y un jinete manchados de sudor aparecieron para dar nuevas órdenes: ¡Reynolds debía defender su posición hasta el último hombre! Reynolds leyó el despacho y su rostro se puso pálido. El mensajero sonrió y le dijo que no se preocupara. Los refuerzos llegaban rápidamente encabezados por el propio Albert Sidney Johnston.

Reynolds montó en un buggy de plantación volcado que formaba parte de la barricada y se dirigió a sus hombres. En parte, predijo que los rebeldes "harían que Grant y sus muchachos regresaran al viejo Mississippi antes de que supieran qué los había golpeado". Los vítores aún no habían disminuido cuando los primeros proyectiles de la 8.ª batería de Michigan de De Golyer estallaron alrededor de la barricada. Un gran fragmento de metal de un proyectil de rifle James de 6 libras le arrancó el brazo al coronel y le infligió una herida mortal.

Inmediatamente después del mortífero bombardeo llegó el 20 de Ohio. El coronel Manning Force condujo sus Buckeyes hacia adelante. Cuando llegaron a 200 yardas de la barricada, la artillería del Misisipi, hasta entonces invisible, abrió fuego. El único rifle de 3 pulgadas de la batería disparó contra la artillería de Michigan en un esfuerzo por desviar su bombardeo demasiado efectivo. Mientras tanto, dos cañones lisos de 6 libras y un solo obús de 12 libras sacudieron a la infantería de bata azul con metralla.

Aunque sorprendida de recibir fuego de la batería enmascarada, la veterana infantería de Ohio cerró filas y siguió adelante. Soportaron dos descargas de los defensores detrás de la barricada, pero el fuego de la infantería de Mississippi fue irregular; al parecer, el 26 de Mississippi estaba nervioso por la caída de su coronel. Los Buckeyes bajaron las bayonetas y cargaron a casa. El propio Manning Force subió al carruaje donde había caído Reynolds, apuñaló a un portaestandarte rebelde con su espada y agarró la bandera con un grito de júbilo. Los defensores irrumpieron hacia la retaguardia y la infantería de Ohio pasó por encima y atravesó la barricada, recogiendo prisioneros y los colores del estado de los habitantes de Mississippi. Este cargo resultó ser el punto más alto para el Ejército de Tennessee.

Sidney Johnston había tenido poco tiempo para organizar una ofensiva. Su plan no era sutil: sus 16.000 soldados cruzarían el Ferry de Hankinson y atacarían al enemigo donde lo encontraran. Su objetivo era hacer retroceder a los Yankees a través de Grindstone Ford. Johnston depositó su confianza en la combinación de sorpresa y superioridad numérica. Sin embargo, pudo asegurarse de que los primeros confederados que llegaron para apoyar a los habitantes de Mississippi de Reynolds fueran los mejores combatientes de su ejército: la Brigada de Missouri del coronel Francis Cockrell.

Cuando los hombres de Cockrell avanzaron rápidamente, pasaron una granja y escucharon el sonido de voces femeninas que cantaban Dixie. Al mirar, vieron a un grupo de damas cantando y animando a sus héroes. Cockrell, con el aspecto de un caballero sureño por excelencia, sostenía las riendas y una flor de magnolia en una mano y su espada en la otra. Agitó su espada en saludo a las damas patriotas y luego apuntó su arma al enemigo. Cerca de allí, el soldado raso John Dale del 5.° Missouri saltó una cerca de rieles y corrió hacia adelante mientras gritaba: “¡Vamos, Compañía I, podemos azotar a los malditos yanquis hijos de puta!”.

El ataque confederado inicial recuperó la barricada y también rompió la segunda línea de la Unión. “Black Jack” Logan galopó hacia adelante para reunir a sus hombres. Se levantó en sus estribos y gritó: “Debemos azotarlos aquí o todos juntos bajo el césped. Dales infierno." La batería de Missouri que apoyaba a la brigada de Cockrell apuntó a la línea de Logan. Un proyectil de uno de sus rifles Parrott de 10 libras decapitó al general de la Unión, catapultando su cuerpo sin vida al suelo como una marioneta danzante a la que le hubieran cortado los hilos.

La repentina muerte de Logan conmocionó a los Yankees. Pero fue la vista inesperada de los hombres salvajes de Cockrell, chillando como almas en pena y acercándose a cada paso, lo que desconcertó a los hombres de la Unión. Se rompieron antes del contacto. El sargento confederado William Ruyle describió la carga que siguió: “Les dimos el grito de Missouri… y les dimos una carga al estilo Missouri REBEL. Los derrotamos y los perseguimos”.

El colapso de la Unión ocurrió tan rápido que la brigada de apoyo apenas tuvo tiempo de desplegarse antes de que también se enfrentara a la furiosa carga de Cockrell. Al igual que Logan, el joven general McPherson entendió que la crisis estaba cerca. A diferencia de Logan, no usó blasfemias. Mientras trataba de estabilizar a sus hombres, gritó: “Denles a los muchachos Jesse, denles a Jesse”.39 Con su uniforme de gala y montado en un soberbio caballo negro, McPherson se exhibió imprudentemente. Hizo un blanco inconfundible y murió en el acto cuando un tirador confederado le disparó en la espalda baja. La trayectoria de la bala se desgarró hacia arriba, hacia el corazón. McPherson se cayó de la silla.

Los Rebeldes que surgieron encontraron a un ordenanza acunando la cabeza del general en su regazo. “¿Quién está tirado ahí?” preguntó un capitán de Arkansas. El ordenanza respondió: “Señor, es el general McPherson. Has matado al mejor hombre de nuestro ejército.

La muerte de dos líderes populares y carismáticos desmoralizó al XVII Cuerpo. El cuerpo estaba tendido en columna de carretera y mal preparado para el combate. En ausencia de los comandantes tanto de cuerpo como de división, nadie parecía hacerse cargo. El primer indicio que tuvo la mayoría de los hombres de que el enemigo estaba cerca se produjo cuando los soldados desmoralizados corrieron junto a ellos gritando: “¡Logan ha caído!”. o "¡McPherson ha caído!" Durante el resto de la tarde, los soldados de la Unión se concentraron en escapar a un lugar seguro por Grindstone Ford.

El día terminó con el XVII Cuerpo huyendo por el vado, habiendo perdido unos 3.200 hombres, incluidos sus dos generales más conocidos. Como había sido el caso en Fort Donelson y Shiloh, el ataque rebelde había encontrado al comandante del ejército de la Unión lejos de la escena de la acción. Grant había pasado el día en Grand Gulf, donde consultó con el almirante Porter y trabajó para desatascar su línea de comunicaciones. En parte porque la muerte de McPherson había sumido al personal en la confusión, Grant no se enteró de la debacle en Hankinson's Ferry hasta la tarde. Respondió a las sombrías noticias de manera característica convocando a toda la mano de obra disponible para apoyar a su ejército de campaña herido. El cuerpo de Sherman todavía marchaba hacia el sur a través de los pantanos de Luisiana al otro lado del Mississippi. El despacho de Grant a Sherman relató con franqueza las noticias del día.

Mientras Grant se preparaba para galopar para unirse a su ejército, el almirante Porter arrinconó a John Rawlins, el jefe de personal de Grant, para conocer la noticia. En la mente de Porter, difícilmente podría ser peor. Su flota quedó atrapada entre dos ciudadelas rebeldes fortificadas: Vicksburg al norte y Port Hudson al sur. El ejército ocupaba una cabeza de puente insegura al final de una precaria línea de comunicaciones que se extendía hasta Milliken's Bend. Su espalda estaba contra el río más grande del continente, mientras que en algún lugar al frente había un enemigo hambriento acercándose para matar. Porter llamó a su mayordomo para tomar una copa de ron naval. Después de que Grant y su personal partieron, el almirante comenzó a preparar sus acorazados y transportes para transportar al ejército de regreso al Mississippi en caso de que todo saliera mal.

La segunda batalla de Port Gibson

Esa noche, el eufórico ejército confederado celebró su victoria con estilo. Los soldados estaban de buen humor, ansiosos por enfrentarse de nuevo a los invasores. La descripción de un teniente de Tennessee de sus camaradas revela el estado de ánimo predominante:

“Son hombres efectivos. Hombres que luchan por la propiedad de sus familias, por sus derechos… tales hombres no pueden ser subyugados, invencibles con demasiado odio para incluso desear la paz, todos alegres y llenos de júbilo, marchando tal vez directo a las fauces de la muerte. Ah, ¿el Dios de las Batallas entregará este espléndido ejército a las hordas de Lincoln que han robado a las mujeres y niños indefensos el bastón de la vida? No, el Dios de las Batallas nos otorgará la Victoria.”

Un Sidney Johnston extremadamente cansado trató de concentrarse en la miríada de tareas que necesitaba hacer y descubrió que no podía. Finalmente, convocó a Bowen a su cuartel general. Bowen encontró a Johnston acostado mientras un ansioso doctor Yandell le aplicaba una compresa fría en la frente.

“Amigo mío”, dijo Johnston:

"Necesito tu ayuda. Mañana, por supuesto, atacaremos. El enemigo está desequilibrado y frágil. Si los golpeamos fuerte antes de que puedan fijarse, se romperán. Antes de atacar hoy, le pedí a Pemberton que enviara refuerzos. La mayor parte de la guarnición de Vicksburg debería estar aquí mañana por la mañana. Quiero que actúes como mi jefe de personal. Envíe órdenes a todas las unidades en ruta y ordénelas que marchen a la fuerza durante la noche. Diez soldados que llegan mañana valen más que cincuenta que vienen al día siguiente”.

Mientras Johnston descansaba, Bowen y un grupo de devotos oficiales del estado mayor trabajaron incansablemente para reunir una nueva fuerza de ataque confederada. En verdad, incluso Pemberton, siempre más cómodo dirigiendo los asuntos desde un cuartel general en la retaguardia, respondió bien a la solicitud de refuerzos de Johnston. Las divisiones completas de Loring y Stevenson junto con una brigada de William Forney y Martin Smith llegaron a tiempo para la batalla. Incluso la Caballería de Mississippi de Wirt Adams abandonó su inútil persecución de los asaltantes de Grierson para completar una caminata a campo traviesa para unirse a Johnston y participar en la matanza.

Esa mañana, Sidney Johnston, rígido y dolorido, llamó a sus subordinados. Nuevamente su plan era simple: un ataque simultáneo por todo el frente. “Caballeros”, dijo, “no harán nada malo si marchan al son de los disparos más fuertes y les dan la bayoneta”. Después de que el Dr. Yandell lo ayudó a subir a la silla, Johnston miró a sus lugartenientes con severidad y dijo: “¡Esta noche daremos de beber a nuestros caballos en el Mississippi!”.

La subsiguiente llamada "Segunda Batalla de Port Gibson" resultó ser un asunto unilateral. Grant emuló a sus camaradas caídos exponiéndose imprudentemente. Los soldados que lucharon bajo su mando inmediato respondieron con valentía. Pero Grant se vio obligado a actuar como comandante de cuerpo del XVII Cuerpo sin líder, y debido a esta necesidad no pudo mantener un control estricto sobre el XIII Cuerpo de McClernand.

Si bien es poco probable, contrariamente a las acusaciones de sus enemigos políticos, quienes señalan el hecho de que, como gobernador de Illinois en la posguerra, McClernand parecía bastante contento de permitir que la parte sur de su estado se separara para unirse a los Estados Confederados de América, que McClernand estaba ayudando en secreto a los rebeldes, los hechos hablan por sí mismos. Durante la batalla, el comando de McClernand permaneció en gran medida inerte, aparentemente bastante contento de dejar que los restos del XVII Cuerpo lucharan sin ayuda. La única iniciativa que mostró fue llevar a sus hombres a ser los primeros a bordo de los transportes de Porter cuando el Ejército de Tennessee abandonó su cabeza de puente en la costa este del Mississippi.

La huida innoble del ejército de Grant resultó decisiva en el colapso del esfuerzo de guerra de la Unión. La prensa contra la guerra del Medio Oeste, encabezada por Matt Halstead, el editor escrito con ácido del influyente Cincinnati Commercial, exigió el despido de Grant. Era Shiloh por todas partes, con acusaciones de que Grant había vuelto a estar borracho.

Tal vez Lincoln habría conservado a su general occidental favorito si no hubiera ocurrido otra catástrofe en el este. La debacle de Hooker en Chancellorsville elevó el sentimiento contra la guerra del Norte a un punto febril. Lincoln descartó a Grant pero no logró silenciar a sus críticos políticos. Peor aún, en una demostración de libro de texto de la ventaja de las líneas interiores, cinco brigadas confederadas se subieron a los autos para trasladarse de Vicksburg a Richmond a principios de junio de 1863. Su presencia permitió a Robert E. Lee emprender una cuidadosa campaña de maniobras que culminó en la épica Batalla de Gettysburg. La vista de los valientes hombres de Missouri de Cockrell cargando codo con codo con los virginianos de Pickett para asaltar Cemetery Ridge está memorablemente representada por el ciclorama en el Salón del Valor del Museo Nacional de Richmond.

El general Johnston no vivió para dar de beber a su caballo en el Mississippi. Al igual que en Shiloh, lideró desde el frente y esta vez pagó el precio completo cuando cayó mientras dirigía la última carga contra la valiente pero inútil retaguardia de la Unión dirigida por la brigada del coronel Boomer. Solo tenemos las palabras no del todo confiables de su ayudante, el Capitán Wickham, de que Johnston sabía que su ejército estaba en la cúspide de una gran y decisiva victoria antes de morir. Ciertamente, cualquier persona que busque más información sobre la muerte de Johnston debería visitar la Rotonda de los Mártires en Richmond, la capital de nuestra nación.

La realidad

Jefferson Davis se fue a la tumba creyendo que, si su amigo Sidney Johnston hubiera vivido, el Sur habría ganado la guerra. “Cuando cayó Sidney Johnston”, observó Davis lastimeramente, “fue el punto de inflexión de nuestro destino; porque no teníamos otro para emprender su obra en Occidente.” El éxito que podría haber tenido Johnston ha sido un tema especulativo popular desde ese abril sangriento en Shiloh. Los escépticos apuntan a la pesada y defectuosa alineación táctica de Johnston en Shiloh. Sin embargo, recuerde que Grant tuvo su Belmont, Lee su campaña fallida en West Virginia y nuevamente durante los Siete Días, Jackson su Kernstown. Todos estos hombres aprendieron de la experiencia y parece razonable creer que, si Johnston hubiera vivido, él también habría mejorado. En cambio,

El esquema de los acontecimientos en mi historia sigue la realidad. Los detalles de la carga dramática de Cockrell están tomados de la Batalla de Champion Hill. De hecho, McClernand realizó una actuación sorprendentemente floja en esa misma batalla. Pemberton concentró una gran cantidad de maniobras después de la Batalla de Port Gibson. Si hubiera empleado esta fuerza ofensivamente, bien podría haber atrapado al XVII Cuerpo en el tipo de situación que describo. El historiador Edwin Bearss especula que la persecución impetuosa de Grant le dio a "los líderes confederados la oportunidad de destruir o mutilar a uno de sus cuerpos". Cuando consideré esta oportunidad en mi propio libro de Vicksburg, concluí: "si la pelea reciente en Port Gibson demostró algo, fue que el terreno del área se adaptaba mucho mejor a la defensa que al ataque". Aún así, un líder agresivo como Lee, Jackson o Grant habría arriesgado el golpe.

Para que mi historia fuera plausible, se requería un líder confederado dispuesto a arriesgar el golpe. Cuando le propuse mi historia por primera vez al editor, respondió que Pemberton nunca se habría arriesgado. De hecho, el estúpido compromiso de Pemberton de defender lo que sin duda creía que era su deber sagrado, a saber, el propio Vicksburg, fue clave para lo que realmente sucedió; logró una concentración potencial para ganar la batalla en Hankinson's Ferry y luego la dispersó para protegerse contra el próximo ataque de Grant. Entonces, si no es Pemberton, ¿entonces quién? Ni Lee, que constantemente se negó a servir en el Oeste, ni Joe Johnston, que nunca vio una posición tan buena como la siguiente en la retaguardia, por lo tanto, un Sidney Johnston "resucitado".

¿Cuál habría sido el impacto del fracaso de Grant en Vicksburg? Es un tema provocador para la especulación. Recuerde tres puntos: en la primavera de 1863, la gente del Viejo Noroeste estaba muy descontenta con el estancamiento en el Mississippi y cansada de las bajas entre sus muchachos, y aquí el movimiento por la paz estaba creciendo; una de las principales razones por las que Lee se fue al norte en el fatídico verano de 1863 fue para aliviar la presión en Vicksburg; si las reservas confederadas enviadas para relevar a Pemberton hubieran alimentado la invasión de Lee, si incluso los 5.000 hombres que Beauregard podía prescindir hubieran estado presentes en Gettysburg el 1 o el 2 de julio, ¿qué podría haber ocurrido? Así es la historia.

James R. Arnold

Bibliografía

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