Degüello: el arte de cortar gargantas
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El degüello proviene de la costumbre de matar animales trasladada a los humanos. Es el hombre rebajado a la altura del cordero. La práctica del degüello fue muy extendida en las contiendas internas, las argentinas, las rioplatenses y del sur del Brasil durante el siglo XIX. Su origen como práctica corriente está en los conflictos de la Confederación Argentina entre federales y unitarios durante la primera mitad del siglo XIX, los que alcanzaron al territorio de Uruguay integrado los bandos tradicionales –blancos alineaos con federales y colorados con unitarios- en las contiendas durante el período que los orientales denominan Guerra Grande (1839-1851) y aún después de ella hasta la finalización de la guerra de la Triple Alianza. De esa manera los orientales se “familiarizaron” con tales prácticas y las tomaron para ellos. En esas contiendas Oribe y el Partido Blanco se alinearon con Juan Manuel de Rosas, los federales y el Paraguay bajo una cosmovisión nacionalista, federalista, antiimperialista y en defensa de los “pagos chicos”, embriones de la praxis federal. El Partido Colorado lo hizo con los unitarios y brasileños, abroquelándose en la defensa de un liberalismo –más económico que político- de corte academicista y extranjerizante, propulsado por altas burguesías nacidas en el marco de las ciudades-puertos.
En Argentina el ritual fue tan difundido que se calcula que en los años del gobierno mitrista se degollaron más de 20.000 personas. “No trate de ahorrar sangre de gauchos” aconsejaba Domingo F. Sarmiento a Bartolomé Mitre en carta del 20 de setiembre de 1861. “La sangre de esa chusma incivil, bárbara y ruda es lo único que de humano tienen”. Sus raíces en Argentina son anteriores al propio rosismo. Una carta dirigida a Juan Galo Lavalle luego del fusilamiento de Dorrego en 1828 le aconsejaba: “una revolución es un juego de azar en el que se gana hasta la vida de los vencidos”; tal afirmación es el pensamiento matriz que otorga la justificación teórica a la eliminación física del enemigo vencido.
Juan Manuel de Rosas y la Sociedad Popular Restauradora, popularmente conocida como “La Mazorca”, lo transformaron en un método de terror político y militarmente fue aplicado en distintas batallas de la Guerra Grande como Quebracho Herrado, en esa ocasión por Oribe, General en Jefe de los Ejércitos de la Federación, el 28 de noviembre de 1840.
Tampoco los unitarios se hallaban en rezago en la materia, como lo refiriéramos previamente. Mitre tuvo en Sarmiento al mentor ideológico de un proyecto de “limpieza social” del gauchaje para eliminar la “barbarie”, complementada con políticas educativas genéricas y migratorias selectivas. Los ejecutores materiales de la visión mitrista no fueron curiosamente argentinos, sino extranjeros, casi en su totalidad orientales y de raíz colorada: Venancio Flores, Ambrosio Sandes y Wenceslao Paunero. Se agregaba a éstos el chileno Irrazábal y el también oriental oribista José Miguel Arredondo, años más tarde uno de los jefes de la Revolución del Quebracho en 1886. Este último y Paunero no se vieron involucrados en las masacres de federales.
La opus magna sucedió en Cañada de Gómez, cuando a poco de Pavón, el 22 de noviembre de 1861 cayeron de sorpresa los unitarios mitristas al mando de Flores sobre el ejército federal que estaba acampado y degollaron a más de 300 prisioneros. Miles de gauchos riojanos, catamarqueños y cordobeses –“bípedos implumes” al decir de Sarmiento- pasaron por las dagas civilizadoras de sus compatriotas y los orientales al servicio de Mitre.
Al margen de posicionamientos en la región platense, el degüello gozó siempre de buena salud, no reconociendo diferencia de cintillos pues fue aplicado tanto por blancos como colorados, unitarios o federales.
Pronto la metodología se extendió al sur de Brasil, también fue practicada allí por los riveristas que participaron en la Revolución Farroupilha de 1835 y ulteriormente, ya instalado el hábito, éste llegó a su máxima expresión en la Riograndense o Federal de 1893-95, donde su aplicación llegó al paroxismo.
Existen autores que destacan una veta humanitaria en este bárbaro acto cuando era aplicado a los heridos –a veces por sus propios compañeros- con el fin de evitar los sufrimientos, que podían ser extremadamente dilatados e intensos. Basta pensar en lo que era el paupérrimo desarrollo de analgésicos, anestésicos y medicamentos, la inexistencia de antibióticos, los magros desarrollos quirúrgicos de esas épocas, la lejanía de los campos de batalla de las ciudades, sumado a los precarios medios de transporte. Todo ello conllevaba a convalidar en el marco de una sociedad primitiva el degollar para evitar el dolor. No era otra cosa que el “despenamiento”, el quitar las penas y dolores, y al cuchillo se le llamaba coloquialmente el “quitapenas”, aunque con una acepción harto más amplia que la humanitaria.
Pero obviamente, este acto “caritativo” fue ínfimo ante lo que constituyó la barbarie propiamente dicha. Aparecieron especialistas en el rubro y hasta denominaciones de origen según el tipo de degüello. El “oriental” era externo y de oreja a oreja seccionando las carótidas y la yugular; a la “brasilera” cuando el corte se hacía mediante la incisión por detrás de la tráquea, cortándose de atrás hacia delante con un tajo seco; el “argentino” se denominaba cuando se hacía por delante, con dos cortes rápidos en la carótida. Se degollaba “de parado” o “arrodillado” según la circunstancia y generalmente –se hacía sobre prisioneros inermes- las víctimas estaban maniatadas a la espalda. Por pura diversión sádica de los vencedores también se practicaban las “carreras de degollados”; esto es el degüello simultáneo de dos o más hombres de pie de manera tal que por los estertores espontáneos e involuntarios de sus músculos y extremidades salen “corriendo” hasta caer definitivamente al suelo entre gorgoteos y vómitos de sangre.
El degüello había sido tan asimilado a las contiendas militares platenses que los clarines, en lugar de tocar “A la carga” como en otras latitudes, lo hacían dando la orden “A degüello”.
El degüello en las letras
Un ítem aparte merece la impresión que ocasionó tal costumbre en el mundo de los escritores. Tan extendida práctica naturalmente no pasó desapercibida a la literatura. Jorge Luis Borges le dedica un cuento –temporalmente ubicado en la Revolución de las Lanzas en Uruguay (1870-1872)- a una rivalidad entre paisanos blancos que van a la revolución con Timoteo. Rivalidad tan grande que llega hasta la propia muerte, cuando capturados por los colorados luego de Manantiales éstos juegan con ellos una “carrera de degollados” donde “ganará” el paisano Cardoso sobre su eterno rival Silveira; mientras el resto de los prisioneros observa la carrera esperando arrodillados su turno, casi indiferentes, apostando por un ganador. (1)
También en Brasil se ha escrito sobre el tema por Tabajara Ruas y Elmar Bones en su obra “La Cabeza de Gumersindo Saraiva”, Barbosa Lessa en su cuento “Noventa y Tres” y Crispín Mira en “Terra catarinense”.
En Uruguay a principios del siglo XX Florencio Sánchez había expresado su asco ante la práctica del degüello en su escueto folleto “El caudillaje criminal en Sudamérica” (1903) donde relató las andanzas del caudillo riograndense Joao Francisco. Allí refiere a lo natural de tal conducta en aquella zona fronteriza: “La costumbre los ha hecho familiarizarse tanto con el degüello, que él constituye la única forma de homicidio y hasta de suicidio”.
Pero el impacto literario de tal praxis no debió esperar al siglo XX para verse cristalizado en letra de molde. Los contemporáneos fueron quienes primero reaccionaron. Hilario Ascasubi es el autor de “La refalosa”, un mordaz poema que pasó a la historia, en el que se narra el degüello de un unitario: “a su queja / abajito de la oreja / con un puñal bien templao / y afilao / que se llama quita penas / le atravesamos las venas / del pescuezo / ¿y qué se le hace con eso? / larga sangre que es un gusto / y del susto / entra a revolver los ojos”. El nombre “La refalosa” surgía del ámbito popular y refería a los resbalones en medio del alocado pataleo de la víctima sobre la propia sangre.
Las “degolas” riograndenses
A fines del siglo XIX el ritual sigue muy campante y alcanza su máximo despliegue sanguinario en la Revolución Riograndense con una ferocidad digna de mejor causa. La saña será tanta que una vez muerto el líder de la revolución Gumersindo Saravia –hermano de Aparicio- es exhumado su cadáver, cortados sus miembros, orejas y cabeza, siendo esta última inicialmente colocada en una pica para luego ser enviada a Porto Alegre como prueba fehaciente de la muerte del cabecilla de los insurrectos.
En esa campaña los dos máximos actos de barbarie lo constituyen los degüellos de republicanos en Río Negro y el de federalistas en Boi Preto. La segunda degollina, revancha de la primera, fue efectuada por las tropas gubernistas sobre 322 prisioneros federales o “maragatos”, degollados maniatados, de parado y en fila. Tantos eran que se hacía el “servicio” prácticamente a la carrera, no terminaba de caer uno cuando ya estaba degollado otro. Ese día 45 combatientes salvaron su vida tirando su divisa colorada-federal y cambiando de bando.
La primera degollina fue sobre 300 prisioneros republicanos o “picapalos” luego de la batalla de Río Negro, en las nacientes de dicho río que cruza el Uruguay, proximidades de Bagé. “Los prisioneros fueron encerrados en una manguera de piedra y eran sacados uno a uno, desjarretados y luego degollados”. Esa masacre tuvo un actor principal, fue uruguayo y blanco. Era el coronel Adán Latorre o Adao de Latorre, más conocido como “El Pardo Adán”. Personaje tristemente célebre ubicado en la zona fronteriza de Cerro Largo, fundamentalmente cerca de Aceguá, nacido en Cerro Chato en 1835, que inició su actuación guerrera en Brasil y luego participó en las contiendas de 1897 y 1904 en el bando saravista, para terminar muriendo en la Revolución de 1923 a los 88 años en Paso do Bento Rengo, en Rio Grande do Sul peleando junto a Nepomuceno Saravia. No fue Latorre quien tomó la decisión que acabó con Pedrozo y los restantes prisioneros, sino Joca Tavares, siendo el primero el ejecutor. Latorre había sufrido previamente, según versiones de la época, la muerte de su esposa e hijos en manos de los republicanos. Ese día, quizás dando rienda suelta a su sed de venganza, toda la faena corrió por su cuenta, según narran protagonistas de la batalla. Autores brasileños atribuyen el bárbaro acto a la importante presencia de milicias uruguayas, los maragatos. Estos prestaron su nombre para popularizar bajo el mote de “maragatos” a todos los revolucionarios riograndenses en razón del contingente de aproximadamente 400 soldados provenientes en su gran mayoría de San José que acompañaron a los hermanos Saravia cuando invadieron Río Grande en febrero de 1893, los que jamás usaron otra divisa que no fuera la blanca en contraposición al resto de sus compañeros federalistas que usaron la tradicional colorada, identificación federal proveniente de las épocas del rosismo y también trasladada al Brasil. No conocemos de tropelías semejantes desarrolladas por Adán Latorre en territorio uruguayo –lo que no sería de extrañar dados sus antecedentes- aunque sí sabemos que terminó expulsado de la última revolución saravista a poco de iniciada (2) y fue corrido Brasil adentro por el comandante Isidoro Noblía de Cerro Largo, a raíz de haberse apropiado de los derechos de aduana generados por la receptoría de Aceguá, unos $30.000 de la época –una fortuna por ese entonces equivalentes a unas dos mil cabezas de ganado, a un millón y medio de cartuchos o a una batería de nueve cañones-, cuyo fin era asistir financieramente al alzamiento.
Joao Francisco no fue ajeno a esta metodología, sino que la aplicó ferozmente no sólo como herramienta de represión política en tiempos de paz, sino en la guerra. Fue el ejecutor de la matanza de Saldanha Da Gama –uno de los máximos dirigentes de la Revolución Federal- y 300 marineros salvajemente batidos y luego asesinados cerca de la frontera con Uruguay.
El balance final de esta guerra sin cuartel, se estima en 12.000 muertos en 31 meses de lucha, dentro de los cuales se calcula que una cifra superior al 10% lo fue a causa del degüello.
La refalosa
Mirá, gaucho salvajón,
que no pierdo la esperanza,
y no es chanza,
de hacerte probar qué cosa
es Tin tin y Refalosa.
Ahora te diré cómo es:
escuchá y no te asustés;
que para ustedes es canto
más triste que un viernes santo.
Unitario que agarramos
lo estiramos;
o paradito nomás,
por atrás,
lo amarran los compañeros
por supuesto, mazorqueros,
y ligao
con un maniador doblao,
ya queda codo con codo
y desnudito ante todo.
¡Salvajón!
Aquí empieza su aflición.
Luego después a los pieses
un sobeo en tres dobleces
se le atraca,
y queda como una estaca.
lindamente asigurao,
y parao
lo tenemos clamoriando;
y como medio chanciando
lo pinchamos,
y lo que grita, cantamos
la refalosa y tin tin,
sin violín.
Pero seguimos el son
en la vaina del latón,
que asentamos
el cuchillo, y le tantiamos
con las uñas el cogote.
¡Brinca el salvaje vilote
que da risa!
Cuando algunos en camisa
se empiezan a revolcar,
y a llorar,
que es lo que más nos divierte;
de igual suerte
que al Presidente le agrada,
y larga la carcajada
de alegría,
al oír la musiquería
y la broma que le damos
al salvaje que amarramos.
Finalmente:
cuando creemos conveniente,
después que nos divertimos
grandemente, decidimos
que al salvaje
el resuello se le ataje;
y a derechas
lo agarra uno de las mechas,
mientras otro
lo sujeta como a potro
de las patas,
que si se mueve es a gatas.
Entretanto,
nos clama por cuanto santo
tiene el cielo;
pero ahi nomás por consuelo
a su queja:
abajito de la oreja,
con un puñal bien templao
y afilao,
que se llama el quita penas,
le atravesamos las venas
del pescuezo.
¿Y qué se le hace con eso?
larga sangre que es un gusto,
y del susto
entra a revolver los ojos.
¡Ah, hombres flojos!
hemos visto algunos de éstos
que se muerden y hacen gestos,
y visajes
que se pelan los salvajes,
largando tamaña lengua;
y entre nosotros no es mengua
el besarlo,
para medio contentarlo.
¡Qué jarana!
nos reímos de buena gana
y muy mucho,
de ver que hasta les da chucho;
y entonces lo desatamos
y soltamos;
y lo sabemos parar
para verlo refalar
¡en la sangre!
hasta que le da un calambre
Y se cai a patalear,
y a temblar
muy fiero, hasta que se estira
el salvaje; y, lo que espira,
le sacamos
una lonja que apreciamos
el sobarla,
y de manea gastarla.
De ahí se le cortan orejas,
barba, patilla y cejas;
y pelao
lo dejamos arrumbao,
para que engorde algún chancho,
o carancho.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Conque ya ves, Salvajón;
nadita te ha de pasar
después de hacerte gritar:
¡Viva la Federación
(Amenaza de un mazorquero y degollador de los sitiadores de Montevideo dirigida al gaucho Jacinto Cielo, gacetero y soldado de la Legión Argentina, defensora de aquella plaza).
Referencias
(1) “El otro duelo”, en El Informe de Brodie – 1970.
(2) El 27 de marzo de 1904 lo expulsó Saravia.
Fuente
- Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
- Umpiérrez, Alejo – La forja de la libertad – Ed. De la Plaza, 2ª Edición, Montevideo (2007)
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