La horrible muerte del autor del peor atentado montonero: sin ojos y sin dientes, destrozado en una sala de torturas
Pepe Salgado, el hombre que se infiltró en la policía y colocó la bomba vietnamita en el comedor de Coordinación Federal, una dependencia de la Policía Federal. que mató a 23 personas e hirió a más de un centenar. Su paso por la ESMA. El traslado a las mazmorras de la policía. El espanto que sufrió. El calvario de su familia para recuperar el cuerpo y el vacío social que debió soportar su familiaLuego de las torturas, la cita cantada y la muerte de Rodolfo Walsh, José Pepe Salgado —Daniel era su último nombre de guerra— siguió cautivo dos meses más en la ESMA, hasta fines de mayo de 1977, cuando fue llevado a las celdas de Seguridad Federal; pocos días después, el jueves 2 de junio por la noche, hace cuarenta y cinco años, apareció muerto en un tiroteo fraguado, destrozado por una serie de nuevos tormentos.
Un ex detenido, Ricardo Coquet, recordó la tarde de mayo en la que el capitán de corbeta Jorge Acosta, el Tigre, los llevó a Salgado y a él al sótano, y los sentó en uno de los cuartos de interrogatorio.
—Van a tener una visita —les dijo el jefe del grupo de tareas.
“La visita eran un gordito y un flaquito alto de Coordinación Federal”, precisó Coquet, citando el nombre antiguo de la superintendencia de la Policía Federal especializada en la lucha contra las guerrillas.
“A mí —completó— me retiraron de la sala y se quedaron hablando con Salgado, y luego a él sí lo llevaron a Coordinación Federal y a la semana de eso apareció en el diario. Acosta me mostró un diario donde decía: ‘Matan a montonero en enfrentamiento’, y era José María Salgado, que no había muerto en un enfrentamiento, sino que lo habían matado seguramente los de Coordinación en la tortura”.
Miguel Ángel Lauletta, otro ex detenido, señaló que, si bien Salgado fue apresado en marzo, “en mayo traen unas fotografías de las víctimas de la bomba en la Superintendencia de Seguridad Federal. Con todos los cuerpos destrozados, y las ponen en exhibición para que las veamos. A Salgado se lo llevaron después de la ESMA y, a partir de ahí, aparece como un muerto en un enfrentamiento, o sea esos enfrentamientos fraguados que organizaban a veces para blanquear a una persona”.
¿Cómo fue que Pepe Salgado logró permanecer aproximadamente esos dos meses en la ESMA, desde la cita que no fue con Walsh hasta que los marinos lo entregaran a la Policía Federal?
Los marinos sabían que Daniel falsificaba documentos y pasaportes para Montoneros en relación directa con Esteban Walsh, pero no se habían enterado que era el mismo agente enemigo que había dejado a la Policía Federal con la sangre en el ojo, literalmente.
En mi libro Masacre en el comedor cuento cómo fue que se enteraron de que casi un año atrás, el 2 de julio de 1974, Daniel había dejado el maletín con la bomba vietnamita que mató a veintitrés personas e hirió a otras ciento diez, en el atentado más sangriento de los 70.
“Lo trasladaron rápido porque se respetaba la camiseta de los presos: ése era de la Policía Federal”, me contó un ex integrante del grupo de tareas de la ESMA.
(…)
Los padres y hermanos de José María Salgado se enteraron de su muerte el viernes 3 de junio por una vecina que les comentó que en la radio estaban diciendo que tres subversivos habían sido abatidos en un enfrentamiento, y que uno de ellos era Pepe, y lo acusaban de haber puesto la bomba en el comedor de la Policía Federal.
—Pero, entonces no estaba secuestrado. ¿En qué andaba? —los interrogó la vecina.
Según el comando militar de la Zona I, Salgado y los dos guerrilleros habían sido muertos el día anterior a las nueve de la noche en la calle Canalejas al 400, en el barrio de Caballito, luego de un tiroteo con las “Fuerzas Legales”.
El comunicado afirmó que “la detención intentada tenía relación con la culminación de una larga investigación efectuada por la Policía Federal en procura de determinar la autoría de la voladura del comedor de la Superintendencia de Seguridad Federal, efectuada el 2 de julio de 1976″.
Pepe Salgado vestía pantalón negro, camisa amarilla, pulóver celeste escote en V y zapatos marrón claro. En los bolsillos del pantalón llevaba la Cédula de Identidad expedida por la Policía Federal número 7.159.322 y el carnet del Círculo de Suboficiales de la Policía Federal número 40.551.
En aquel momento, Luisa, la hermana de Pepe Salgado, tenía dieciocho años y cursaba el segundo año de Magisterio. “Parecía que habíamos contraído lepra”, recordó en alusión al vacío social que sufrió su familia por parte de tantos conocidos que les dieron vuelta la cara.
“Abaten al autor de un trágico atentado”; “Abatieron a 3 delincuentes subversivos. Uno de ellos colocó la bomba en Seguridad Federal”; “Abatieron a otros tres extremistas”; “Fueron muertos otros tres extremistas, uno de los cuales puso la bomba en la Policía”, y “Fue abatido un ex policía autor de un cruento atentado terrorista”.
Los títulos de los diarios principales —desde La Razón, La Nación y La Prensa a Crónica, Clarín y La Opinión— dieron por cierta la información falsa difundida por el gobierno militar sobre cómo murió Pepe Salgado, un acto más de la censura implementada por la dictadura bajo la amenaza de penas de prisión para los editores y periodistas que contradijeran a los militares en sus comunicados sobre la lucha contra la guerrilla.
Los diarios se convirtieron —salvo honrosas excepciones, como el Buenos Aires Herald, escrito en inglés— en meras correas de transmisión de los mensajes sobre ese tema crucial que les bajaban los militares del llamado Proceso de Reorganización Nacional.
“Los medios fueron favorables al Proceso, sobre todo al inicio”, me dijo el ex dictador Jorge Rafael Videla en mi libro Disposición Final. Y agregó: “No había problemas con la prensa; no podemos decir que la acción de los diarios impidiera hacer la guerra contra la subversión. Yo diría que no solo los medios sino todos los factores de poder estaban alineados en la guerra contra la subversión”.
Conmocionados por la noticia, los padres de Salgado, Josefina y Jorge, recorrieron diversas dependencias oficiales no ya para averiguar qué había pasado con su hijo sino para solicitar la entrega del cuerpo. El papá, abogado, siguió concentrado en la vía judicial, mientras que la mamá continuó tocando todas las puertas que podía, siempre acompañada por su hija Luisa.
Obviamente, también en el ministerio del Interior, frente a la Plaza de Mayo, donde todos los días se formaban filas de familiares de desaparecidos, que no obtenían respuestas. Cansada de tanto destrato, Josefina se acercó nuevamente a la entrada del ministerio y dijo en voz muy alta: “¿En qué cola me tengo que poner? Porque ya no vengo a pedir por el paradero de mi hijo; ahora vengo a buscar su cadáver”.
Finalmente, el 26 de julio, casi dos meses después de la muerte de Pepe Salgado, Jorge Salgado recibió en su estudio jurídico un llamado telefónico del comando de la Zona I para informarle que debía concurrir a la Morgue Judicial a retirar el cuerpo de su hijo.
El papá y la mamá fueron al día siguiente a la Morgue junto con Luisa. Les trajeron el cuerpo tapado con diarios; Jorge Salgado no tuvo fuerzas para mirarlo, pero sí las dos mujeres, según recordó Josefina Gandolfi de Salgado en un libro coral de las Madres de Plaza publicado en 2006, en el aniversario número treinta del golpe de Estado.
La mamá seguía sin explicarse “cómo
dos mujeres desesperadas pudimos seguir de pie mirando a ese pobre
despojo, tapado con diarios, que había sido sádicamente destruido en
vida. Nos costó reconocerlo. Creo que fue su cabello castaño, abundante y
dócil, lo que nos dijo que era nuestro querido muchacho. Le faltaban
ambos ojos, y tenía la boca abierta en un terrible gesto de dolor,
mostrando una dentadura destrozada, ni recuerdo de sus dientes
sanísimos, blancos, que mostraba hasta hacía poco tiempo la risa fácil y
franca de mi hijo”. [nota del administrador: ¿Lloró usted por los 18 muertos que provocó ese hijo de puta?]
Los dientes habían sido arrancados con una pinza o una tenaza y las órbitas de los ojos, vaciadas, posiblemente con una cuchara. Para que no se moviera durante esos tormentos, le sujetaron la cabeza y las manos con cables de acero.
Según la autopsia, Pepe Salgado —un metro con setenta y cinco centímetros de altura y sesenta y cinco kilos de peso— llegó con vida a la calle Canalejas, donde fue muerto como consecuencia de las heridas múltiples y las hemorragias provocadas por los diez balazos recibidos en el tórax y el abdomen.
Luisa contó que su mamá “se arma de coraje —no se le cayó ni una lágrima, pobre: no podía ni llorar— y empieza a hablar muy fuerte: ‘Yo quiero hablar con el director o con quien esté a cargo de la Morgue’”.
—¿Cómo es posible? Hace dos meses casi que estamos buscando su cuerpo. ¿Cómo es posible que, teniendo a sus familiares buscándolo, recién ahora nos enteremos dónde está? —le preguntó al funcionario que se les acercó.
La persona le mostró media docena de telegramas ya enviados a las cinco zonas militares en las que estaba dividido el país para que avisaran a los familiares del fallecido, pero que de las jefaturas les respondían, invariablemente: “No se reconoce domicilio”.
—Nosotros hace rato que estamos avisando, pero no hay contestación —les dijo.
Acompañado por personal de una funeraria, el escueto cortejo fue de la Morgue al Cementerio de la Chacarita para cremarlo y llevar sus cenizas a la casa familiar. El padre y la hija se subieron al auto en el que habían llegado, pero la mamá quiso viajar con su hijo tan amado en el vehículo de la cochería.
Pero no pudieron cremarlo porque necesitaban la autorización del comando militar de la Zona I ya que figuraba como muerto en un “enfrentamiento armado”; los empleados del cementerio les sugirieron que lo inhumaran allí.
Volvieron a la funeraria para ponerlo en un féretro y depositarlo en uno de los nichos del cementerio. La mamá pidió que le dejaran colocar un rosario entre las manos. “Recién allí —señaló— me di cuenta del estado atroz en que estaban sus brazos y sus manos, cubiertas de manchas circulares pardas, que, luego supe, eran cicatrices de quemaduras de picana eléctrica. Las manos estaban casi seccionadas a la altura de la muñeca pues el surco que las rodeaba llegaba hasta el hueso”.
“Quise mirar todo el resto del cuerpo, pero no me dejaron”, agregó Josefina.
Seguían sin poder creer del todo que ese cadáver tan destruido fuera el Pepe tan vital que añoraban, y le pidieron a uno de los empleados que verificara si tenía una cicatriz en la cabeza, de un corte de la infancia por la cual durante unos años le habían dicho Alcancía y Mate Cosido en su familia; el empleado les dijo que sí y todos se largaron a llorar.
Su hija, Luisa, contó que el dueño de la funeraria también lagrimeaba; “tampoco podía creer lo que sus ojos veían” y les dijo que “en los años que llevaba en ese trabajo nunca había visto un cuerpo tan atormentado. Hasta se ofreció como testigo si alguna vez lo necesitaban”.
Solo seis personas acompañaron a Pepe Salgado a su última morada en la Chacarita. Los ecos de la masacre que había provocado terminaron por devorarlo también a él, y de la peor manera.
Dieciocho días después de la muerte de Pepe Salgado nació su hijo, Matías José.
Su mamá, Mirta Noemí Castro, se fue a vivir a Londres unos meses
después, en diciembre de 1977, por su propia seguridad, pero también
para que su hijo pudiera crecer en un ambiente alejado de tanta
violencia. [Violencia de la que su criminal padre había formado parte como responsable directo.]
Las diferentes posturas sobre el grado de compromiso de Pepe en Montoneros, la matanza en el comedor policial y su ejecución sumaria por parte de la Policía Federal profundizaron las grietas en la familia Salgado, que, como explico en el libro, incluyeron dramáticamente a la pareja del autor del atentado y a su propio hijo.
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