Los presos que pidieron permiso para salir a luchar contra los franceses… y regresaron por la noche
Javier Sanz — Historias de la Historia
En el año 1807, Francia y España firmaban el Tratado de Fontainebleau, por el que se acordaba el reparto de Portugal (aliado de Inglaterra) entre ambas potencias. Controlado el mar por ingleses y portugueses, la única opción viable era que las tropas francesas atravesasen la Península, por lo que numerosos contingentes militares franceses entraron en España. El general Murat, lugarteniente de Napoleón para todos sus ejércitos en España, llegó a Burgos el 13 de marzo de 1808 y emprendió camino hacia Madrid. Napoleón era consciente de la crisis política del régimen borbónico e iba a aprovechar la situación.
En la corte del rey Carlos IV, cuyo gobierno era ejercido en la práctica por el valido Manuel Godoy -con el que también compartía la cama de la reina-, existía un grupo de conspiradores encabezado por los sectores más reaccionarios y por los descontentos con las actuaciones de Godoy. En la sombra, manejando los hilos, estaba Fernando, el heredero al trono. La conspiración de la corte, un rey débil, Godoy caído en desgracia y la protesta popular que estalló en el llamado motín de Aranjuez (17 de marzo de 1808), obligaron al rey a ceder el trono a su hijo Fernando VII. Nada cambió en España, el rey era un pelele en manos de Murat y sus tropas militares. Fernando VII fue llamado a Bayona para entrevistarse con Napoleón. El rey, deseoso de que el emperador le reconociese, partió hacia Bayona, dejando a la Junta Suprema de Gobierno el control de la nación. El día 30 de abril, Napoleón reunión en Bayona a Carlos IV, Godoy y Fernando VII. Napoleón controlaba España (o eso creía él).
En torno a las ocho de la mañana del 2 de mayo, dos carruajes se encontraban detenidos a las puertas del Palacio Real de Madrid. Al ser día de mercado, había mucha gente en los alrededores. En el primer carruaje la gente vio subir a la infanta María Luisa, y el gentío pensó que el segundo era para el infante Francisco de Paula. En ese momento, el maestro José Blas Molina gritó:
¡Traición! ¡Qué nos lo llevan!
Soltaron los caballos y entraron al Palacio. La revuelta había estallado. Murat envió compañías de granaderos de la Guardia Imperial acompañados de 2 piezas de artillería que sembraron el suelo de cadáveres. El choque desencadenó una violenta reacción popular que se extendió por toda la ciudad. Al deseo del pueblo de impedir que se llevasen al infante a Francia, se unió el de vengar a los muertos y el de deshacerse de los invasores. Los franceses aislados eran asesinados y centenares de madrileños se concentraron en la Puerta del Sol. Allí llegaron los mamelucos, coraceros y dragones que masacraron a la multitud. Madrid estaba siendo el triste protagonista de una batalla campal entre dos ejércitos desiguales: uno formado por las tropas de élite francesas y otro por el pueblo llano madrileño armado con navajas, tijeras, macetas y hasta aceite caliente que vertían sobre los jinetes.
En medio de aquel sindiós, un «funcionario de prisiones de la época» entrega al alcaide de la cárcel Real de Madrid una carta escrita por el recluso Francisco Xavier Cayón. Esta carta, redactada en nombre de todos ellos, decía así…
Abiendo advertido el desorden que se nota en el pueblo y que por los balcones se arroja armas y munisiones para la defensa de la Patria y del Rey, suplica, bajo juramento de volber a prisión con sus compañeros, se les ponga en libertad para ir a esponer su vida contra los estranjeros.
Aunque en un primer momento el alcaide pensó obviar la carta y romperla, porque no se fiaba de la palabra de los reclusos, no le quedó más remedio que acceder a la petición ante el motín que ya se estaba gestando dentro del presidio. Así que, les dieron permiso para salir, matar unos cuantos gabachos y regresar al recuento de la noche. De los noventa y cuatro reclusos que albergaba la prisión, cincuenta y seis se echaron a las calles armados con sus pinchos carcelarios, bates de béisbol y puños americanos. Al grito de ¡Viva el rey!» y ¡Muerte a los gabachos! dieron buena cuenta de todos los miembros de la Grande Armée que se encontraron a su paso. Y cual Cenicienta, antes de que su carruaje se convirtiese en calabaza, cumplieron su palabra y regresaron a la cárcel para el recuento de la noche y descansar en sus celdas. Eso sí, seguro que más de uno aprovechó la ocasión para limpiar los bolsillos de los franceses caídos y llevarse un recuerdo, tipo cartera, reloj, móvil…
¿Todos regresaron?
De los 56 que salieron, 4 murieron en los enfrentamientos y 51 estaban presentes en el recuento nocturno. Así que, nos falta uno… que regresó al día siguiente. Parece ser que decidió hacerle una visita a la parienta y, entre ponte bien y estate quieta, perdió la noción del tiempo.
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