jueves, 12 de noviembre de 2020

Europa 1945: El punto de quiebre

Europa 1945, los dramas después de la gran guerra: violaciones, venganzas, los sobrevivientes de los campos y mucho dolor 

La Segunda Guerra Mundial había llegado a su fin después de casi seis años. Era el turno de la paz. Comenzaba un proceso de sanación, pero también de horror, muerte e injusticias. Llegaron los acusados de colaboracionistas, los abusos a millones de mujeres, más hambre y más espanto. Cómo se reconstruyó Europa después de haberse hecho jirones

Por Matías Bauso || Infobae





1945 fue el año en que empezó la sanación pero también el de la revancha y el dolor. Fue necesariamente un tiempo de confusión y de reparación, de horror y de esperanza (Granger/Shutterstock)

Hitler se había suicidado una semana antes. Los soviéticos ya estaban en Berlín. La rendición alemana es cuestión de horas. La guerra llegará a su fin después de casi seis años. Era el turno de la paz. Pero los procesos históricos son complejos, varias situaciones contradictorias pueden convivir en un mismo momento. Los cambios no son automáticos ni las soluciones mágicas.

El fin de la guerra era el primer paso para llegar a la tranquilidad. Pero que terminaran los enfrentamientos armados no implicaba que el mundo a partir de ese momento sería un lugar idílico. El fin de la guerra también tuvo mucho dolor, venganza, violaciones, muerte e injusticias. Faltaba mucho trabajo y mucho sufrimiento para acceder a una nueva normalidad. 1945 fue el año en que empezó la sanación pero también el de la revancha y el dolor. Fue necesariamente un tiempo de confusión y de reparación, de horror y de esperanza.

El mundo debía reconstruirse luego de haberse hecho jirones. Esa reconstrucción no fue ni inmediata ni pareja. El recuento de los grandes hechos políticos -establecimientos de gobiernos, juzgamientos, ocupaciones, rehabilitaciones- muchas veces hace que se olviden los profundos dramas humanos. La visión global, el movimiento en ese tablero que es el mundo, pierde de vista las individualidades, los dramas personales por más masivos y similares que fueran.

Muchos se mostraron ilusionados con el regreso a los viejos tiempos. Eso significaba para ellos la firma de la capitulación. Pero habían sucedido demasiadas desgracias, había habido mucha muerte, la locura y la abyección habían permanecido demasiado tiempo como para que todo volviera a ser como antes.

El pasado no volvería. Un nuevo mundo empezaba. Pero esa nueva normalidad, con muchos elementos muy superadores del pasado y con otros que significan un retroceso, todavía requeriría muchos sacrificios y mucho trabajo para instalarse.

  El fin de la Segunda Guerra Mundial

Algo de eso muestra una escena que muchas veces ha pasado desapercibida. En el momento de la firma de la rendición alemana, el mariscal Wilhem Keitel sin dejar que ninguna emoción se filtrara en su expresión le dijo secamente a los comandantes soviéticos que estaba horrorizado por la dimensión de la destrucción de Berlín. Uno de los oficiales del Ejército Rojo le respondió con la misma parquedad: “¿Usted mostró el mismo horror por los cientos de pueblos y ciudades soviéticas que fueron arrasadas tras sus órdenes? Decenas de miles de niños quedaron sepultados bajo las ruinas de esos lugares”. Keitel no respondió nada.

La alegría inicial se transformó en euforia. La guerra había terminado. El mundo sería distinto. Era el momento de la paz. Sin embargo, los ánimos exultantes de algunos debían convivir con el hambre, la enfermedad, la pobreza, la lejanía del hogar o la ausencia de este. Y ninguno de esos eran estados intermedios. Había demasiada enfermedad. Demasiada pobreza. Demasiada hambre. Nada extraño: lo que las guerras suelen provocar.

La capitulación de unos, la victoria de otros no significaron la prosperidad inmediata. El fin de la guerra no funcionó como un interruptor que al apretarlo cambió de inmediato el estado de las sociedades.

En muchas grandes ciudades europeas hubo desfiles victoriosos, fiesta en las clases, bailes y besos. En otras sólo había desolación. En el mismo lugar un ejército podía ser visto como una fuerza de liberación o como despiadados conquistadores.

La libertad no era la solución a todos los problemas. La miseria seguía allí. Los familiares muertos no resucitaban y se iba a necesitar de mucho dinero y mucho trabajo para volver a levantar las ciudades arrasadas por las bombas.


En Berlín y en las otras ciudades alemanas por las que pasó el Ejército Rojo la norma fueron las violaciones masivas. Más de dos millones de mujeres ultrajadas. De los 12 a los 70 años. Las mujeres eran objetos, medios para consumar la venganza (Northcliffe Collection/ANL/Shutterstock)

Creer que en Europa, la firma de la rendición alemana hizo cesar las muertes es un error. La cantidad de enfermos y heridos, la diseminación de enfermedades que no podían enfrentarse. No había ni equipos médicos, ni personal ni medicamentos para tanta población. Y, hasta en los casos en que esa ayuda llegaba y era abundante, podía resultar perjudicial. Muchos murieron tras darse atracones con la comida que les proporcionaron los aliados: sus organismos no estaban preparados para comer raciones razonables de alimentos.

La guerra había dejado destrucción y dolor. Con la exaltación del triunfo, la tranquilidad de que el peligro de ser asesinado por una bomba hubiera quedado atrás, la posibilidad de vislumbrar un futuro por primera vez en cinco años. Pero con ese entusiasmo convivía la sed de venganza.


Los sobrevivientes de Auschwitz eran espectros humanos, ya no tenían hogar. Volver a sus países fue una tarea mucho más difícil de la que se había pensado (Shutterstock)

Una foto de Robert Capa, sacada unos meses antes, grafica la situación. Es de la liberación de la ciudad francesa de Chartres. Una mujer camina en medio de una multitud, en sus brazos un bebé envuelto en una manta. Delante de ella camina un hombre con un hatajo de ropa; el hombre, presumiblemente el padre de la mujer, con una boina en su cabeza lleva la vista clavada en el piso y un gesto amargo en la cara. La mujer, detalle fundamental, está rapada. Alguien rasuró a cero su pelo. El signo de la ignominia, la marca de la colaboración con los ocupantes nazis. El bebé en sus brazos parece ser la prueba más cabal de ello. Dos policías la llevan detenida o la escoltan, no sé sabe. Alrededor y detrás de ella centenares de habitantes del pueblo. Se burlan de ella, sonríen con satisfacción, disfrutan de la situación. En sus caras hay deleite, una furiosa alegría por el cambio de destino de la mujer.

Momentos similares ocurrieron en todas las ciudades europeas tras el fin de la guerra. Los acusados de colaboracionistas, las mujeres que habían entablado relaciones con el enemigo eran castigadas, lapidadas.

En Berlín y en las otras ciudades alemanas por las que pasó el Ejército Rojo la norma fueron las violaciones masivas. Más de dos millones de mujeres ultrajadas. De los 12 a los 70 años. Las mujeres eran objetos, medios para consumar la venganza. La retribución de lo que los nazis habían hecho en sus tierras. Nadie ponía freno a la situación.

Las calles vacías, cubiertas de escombros, con el humo saliendo de los restos todavía calientes de muchas edificaciones, fueron el escenario de múltiples atrocidades. El vencedor imponía su ley, la del Talión. Faltaba mucho tiempo para que la razonabilidad se impusiera.

Del lado de las tropas aliadas también existen registros de abusos y violaciones aunque no tan masivos ni sistemáticos. No estaba tan acendrado el sentido de venganza y las autoridades militares impusieron límites disciplinarios con mayor velocidad.


 
El mercado negro era el único lugar en que se conseguían productos de primera necesidad. Arroz, un jabón, pan. Se saqueaban ruinas, se atacaba a una anciana que caminaba por la calle con una bolsa de verduras (Sovfoto/Universal Images Group/Shutterstock)

La desesperación y la escasez hizo que muchas mujeres y también muchos hombres se entregaran a los soldados enemigos. Era una forma de conseguir alimentos y otros bienes que en medio de tantas carencias se convertían en mercancías muy valiosas. La miseria era abrumadora. Parecía faltar todo. Sociedades enteras martirizadas por el hambre. El mercado negro era el único lugar en que se conseguían productos de primera necesidad. Arroz, un jabón, pan. Se saqueaban ruinas, se atacaba a una anciana que caminaba por la calle con una bolsa de verduras, o una pandilla de chicos de 11 años tiraba al piso a una mujer para quedase con un pedazo de pan.

En el otro frente, en el Pacífico, uno de los argumentos con el que los líderes japoneses motivaban a su pueblo a luchar hasta las últimas consecuencias era el de que en caso de derrota sus mujeres serían mancilladas por el enemigo. Lo que los japoneses hacían no era más que recordar su propia experiencia como invasores de China una década antes. Para ellos no había otra forma en que un ejército invasor (o conquistador) pudiera comportarse. En Japón los excesos y los abusos fueron menores. Pero la guerra finalizó luego del lanzamiento de dos bombas atómicas que mataron cientos de miles de personas y que dejaron como herencia a varias generaciones diezmadas por la radiación.

Estaban también los sobrevivientes de los campos de concentración. Espectros, con un número tatuado en el brazo, con un delgado hilo de vida habitando su cuerpo. Arriados como ganado hacia alejados lagers en Europa Oriental, los escasos que escaparon del horror debían regresar a sus tierras, no ya a sus casas que habían sido saqueadas o asignadas a otros. Pero primero debían estabilizarse. Recuperar peso, regularizar comidas, dejar atrás enfermedades. Las repatriaciones fueron más complejas de lo recordado. Algunos desde un campo situado en la actual Polonia eran derivados a localidades rusas y de ahí recién emprendían el regreso a Italia u Holanda. Una odisea que duró meses y que se cobró también muchas vidas. Mientras tanto sus familiares esperaban, cada vez con menos ilusiones, alguna noticia.

“La libertad, la improbable, imposible libertad, tan lejana de Auschwitz que sólo en sueños osábamos esperarla, había llegado; y no nos había llevado a la Tierra Prometida. Estaba a nuestro alrededor, pero en forma de una despiadada llanura desierta. Nos esperaban más pruebas, más fatigas, más hambres, más hielo, más miedo”, escribió Primo Levi en La Tregua. Los sobrevivientes estaban regresando a la superficie, saliendo a flote en un camino que había que sortear, no libre de dolor y crueldad.

Mujeres llevando flores a soldados soviéticos en Berlín (Northcliffe Collection/ANL/Shutterstock)

El caos dominaba. Los eventos sucedían azarosamente, casi sin lógica, como si se tratara de un misterio a resolver. Un campo de refugiados al que llegó un cargamento de raciones. Además de algunos medicamentos y de latas de comida, casi sin razón de ser, entre los paquetes se habían colado dos grandes cajas con lápices labiales. Luego de la sorpresa el oficial británico a cargo, el teniente coronel Gonin ordenó distribuirlos entre las mujeres. Las mujeres yacían en las camas sin sábanas, no tenían nada de nada. Las costillas amenazaban con cortar la delgada piel que las recubría, muchas respiraban con dificultad pero tenían los labios pintados de un carmesí intenso.

“Creo que nada hizo más por esas mujeres que el lápiz labial. Ya no eran un número. Esa nimiedad les mostraba que volvían a ser individuos. Ese mínima posibilidad de prestar atención a la apariencia, en darse un pequeño gusto, les devolvía la humanidad que habían tratado de quitarles”, escribió el oficial británico años después.

Se vivió también una notable liberación sexual. Los índices de nacimiento en los meses posteriores son de los más altos de la historia europea. Luego de tantas privaciones y sufrimientos, el sexo era una manera contundente de recuperar, de reafirmar la humanidad que los nazis habían tratado de quitarles. Algunos se sobresaltaron y hablaron de indecencia y de libertinaje. La mayoría lo vivió con naturalidad e intensidad. Había otro motivo importante: oponerle vida a tanta muerte. Los nacimientos eran una confirmación contundente, irrefutable de vitalidad. Una manera de ir reconstruyendo lo derruido. Ian Buruma escribe en su libro Year Zero. A History of 1945: “El sexo no era sólo cuestión de placer; era, una desafío, una muestra de rebeldía contra la extinción”.

  Las calles vacías, cubiertas de escombros, con el humo saliendo de los restos todavía calientes de muchas edificaciones, fueron el escenario de múltiples atrocidades (Northcliffe Collection/ANL/Shutterstock)

En 1945 el mundo adquirió su nueva forma. Lo ocurrido ese año sentó las bases de todo lo bueno y lo malo que vino después. El transcurso del tiempo mostraría que el regreso al mundo anterior a la guerra era imposible. Los equilibrios se habían modificado pero también había cambiado la gente.

Los países que salieron victoriosos verían caer sus colonias en los años siguientes; Japón y Alemania empezaban la recuperación desde cero. Las mujeres empezaban a tener otro papel en la sociedad; la ausencia de los hombres durante tantos años habían demostrado lo que durante tanto tiempo no se había querido ver: sus condiciones, su fortaleza, sus habilidades, la igualdad de condiciones (aunque todavía se estaba muy lejos de la igualdad de oportunidades: tan lejos que todavía, 75 años después, no se alcanzó).

Pero no sólo la liberación femenina salió a la luz dentro de las ideas, instituciones y conflictos que definirían las siguientes décadas (probablemente, al menos, hasta la caída del Muro en 1989) están las Naciones Unidas, el comunismo como posibilidad en muchos países, el pacifismo japonés, la unidad europea, la hegemonía norteamericana, el estado de bienestar y, por supuesto, la Guerra Fría.

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